Dice Paul B. Preciado que el amor es un dron. Lo dice aquí,
en estas líneas, y lo dice después del amor. O mejor, después de que
éste haya dejado oquedades y grietas horadadas en su ánimo. "Otro
corazón roto", leía muy certeramente al pie de esta noticia. Pero yo leo
en las palabras de Preciado, más bien el deseo frustrado de no haber
podido amar para siempre. De no haber podido amar de ese modo en que nos
dijeron, en que nos contaron que era amarse, eso que debía,
forzosamente, ser el amor. Leo las palabras de Preciado y pienso en mí a
los 8 años renegando de la fe un gélido cinco de enero y, de algún
modo, claro, renegando del amor. Pienso en mí odiando a mis padres,
odiando la ficción de los camellos y los reyes, cada regalo, la
pantomima de las tres copitas de champán, la mascarada del turrón y las
pastitas, la crueldad que conlleva saber, llegar finalmente a saber, ese
momento, que la esperanza es una farsa y la ilusión una mentira. La
decepción, la pérdida de la fe, el descreimiento. Descreer es doloroso,
mucho más que no haber creído nunca, mucho más incluso que seguir
creyendo, o fingiendo que se cree, bajo la sospecha o la certeza de que
no hay nada más allá de la llaga en la que Tomás pudo y quiso hundir el
dedo.
Leo este texto de Paul B. Preciado y me parece un texto
descorazonadoramente tierno, como si asistiera, mientras lo leo, a una
especie de antiepifanía, a un hallazgo desgarrador al que más valiera no
haber asistido nunca. Ese momento frente a los juguetes, al pie del
árbol y de rodillas sabiendo, contra todo pronóstico, contra todo deseo,
que el árbol y los juguetes son mentira, después de todo. Leo este
texto de Paul, tan candoroso, y me veo a mí, tan candoroso, y realmente
quiero abrazarnos.