“Me enamoré de alguien
por quien hubiese dado la vida”, dijo la cantante sobre su marido. El
relato simplista de los medios, que la redujeron a una yonki, pasa por
alto el peso de la dependencia emocional en su autodestrucción.
Cuando Amy murió yo apenas había escuchado su música. Conocía de pasada sus grandes éxitos, pero no les prestaba demasiada atención. Fue después, tras varios años de su muerte que su música, sus letras, su vida se cruzaron conmigo de una manera visceral. Sus últimas imágenes en un concierto en Belgrado, abucheada por el público y su imagen frágil y desoladora me llegaron a lo más profundo. Fue cuando vi el documental dirigido por Asif Kapadia en el que habla sobre la vida de la cantante cuando conecté definitivamente con ella. Amy había sufrido de amor romántico, como una grave enfermedad que puede llevarte a la muerte. Esa misma enfermedad que sufrí yo.
Amy Jade Winehouse, una joven hebrea nacida en 1983 en un suburbio de Londres, perteneció a la generación conocida como “los hijos de Thatcher”, tocada y hundida por altas tasas de desempleo, precariedad, exclusión social, delincuencia y drogas.
La ausencia de figura paterna —Mitch Winehouse, infiel a su mujer durante años— marcó su infancia. “Mi madre tuvo que hacerse cargo, mi padre no estaba para las cosas importantes como reñirnos”. Desarrolló una especie de complejo de Edipo y una relación de dependencia hacia la figura paterna, a la autoridad paterna, la autoridad masculina. Mientras tanto, de su madre decía: “Eres tan blanda conmigo… deberías ser más dura. No era lo suficientemente fuerte para decir: PARA”. Su madre entonces debía ser la severa, la responsable de su educación, mientras su padre estaba fuera. “Fui un cobarde”, llegó a reconocer éste tras su muerte.