Sabíamos que la monogamia indisoluble no molaba.
Se contaban historias de parejas que fueron felices para
siempre, lxs abuelxs de no sé quién que viven en el pueblo ése, por ahí, al
lado del monte, con la estufa. Pero ni lo habíamos visto nosotrxs, ni nos había
pasado jamás, ni nos terminaba de seducir, ya ves tú, la historia de la boina y
la calceta.
Así que decidimos que bueno, que si se acababa el amor, que
se acabara. Que ni íbamos a elegir soltería ni a meternos en la mazmorra matrimonial
con la bola encadenada al tobillo.
Entonces vimos que se acababa, vaya si se acababa. Se
acababa siempre, daba igual si tenía buena o mala pinta, si duraba un poquito
más o un poquito menos, si todo iba bien o todo iba mal.
Pero la idea no nos pareció tan loca, porque al fin y al
cabo ya sabíamos de antes que lo chachi era el principio, y que luego venía lo
del trabajo diario, y el arte de amar, y lo de pensar en un desayuno nuevo para
que sea siempre nuevo el amor. Eso en el mejor de los casos.