Y rebusco entre los sueños y ya no te encuentro: sólo hay huecos. Y mientras tanto, miro desde la ventana la vida pasar, me tatúo, me pongo piercings que ahuyentan y río y río y río sin parar, y beso y beso y beso sin pensar. Y tanteo la posibilidad de que no me pase lo de siempre; y necesito que no me pase lo de siempre, y necesito que no me pase lo de siempre; y necesito que no me pase lo de siempre: es que ya me conozco el final de todas las películas. Necesito la mirada, la piel desnuda, la caricia, la compañía y la complicidad; a cambio he de desterrar el reclamo, la mirada inquisidora, el supuesto paranoico, la cerrazón mental.
El cambio no es automático y las teorías son muy bonitas. Además, los genes —que no ayudan para nada— son implacables y la sociedad patriarcal un laberinto indescriptible que golpea y golpea y golpea a las más indefensas y les cambia la vida para siempre. Y no es que un grito con todo nuestro ser vaya a revertir la situación, pero un aullido, alarido, bramido, chillido o rugido en medio del bosque capaz de tumbar muros puede anclar la vida a la mirada firme y la cabeza alta. El perdón es un camino con demasiados espejos, nunca un puerto de llegada.