Pues yo quiero decir ahora: lo nuestro
no es amor. Lo que ella y yo construimos no es amor. Volveré un poco
sobre mis pasos. Para empezar ¿qué es eso del amor? ¿en qué consiste ese
amor al que, aseguramos, también podemos acceder las personas no
heterosexuales, ese amor que, aseguramos, también practicamos como copia
fiel al suyo?
Ah, claro: el amor romántico, monógamo y
burgués que nos venden -y que, como todo, consumimos gustosamente- en
las películas, series, novelas, canciones y mitos: la pareja
heterosexual que se jura amor eterno, que se exige exclusividad, que se
reproduce y se vuelve un engrane funcional del sistema capitalista
patriarcal y consumista. Porque hay que decirlo, no consumimos sólo
productos y servicios, consumimos también ideologías y conceptos. Este
concepto prefabricado del “amor” que tiene como uno de sus
prerrequisitos a la monogamia. Esa institución regulada por el Estado
que coarta la libertad de nuestros deseos, nuesros afectos, nuestros
cuerpos, nuestra sexualidad. Que nos exige -sin jamás preguntarnos si
estamos de acuerdo, porque es implícita y normativa- dedicar nuestro
afecto, sexualidad, tiempo y hasta pensamientos, únicamente en una
persona. Que legitima la cosificación mediante la idea de posesión que
conlleva celos y violencia.
Un amor obligatoriamente monógamo y
heterosexual que legitima, bajo un contrato invisible e impuesto, un
esquema de vida que se vuelve el único posible: el destino fatal de todo
ser humano, el único camino posible a seguir. Una heterosexualidad
obligatoria que convence a las mujeres de que su meta en la vida es
conseguir a un hombre, casarse y reproducirse. Que las hace sentir que
no valen nada sin un hombre a su lado. Que para tener uno deben hacer
todo lo posible, incluyendo dar servicios afectivos, sexuales, de
cuidado, de reproducción y de trabajo doméstico no remunerados. Esa
heterosexualidad obligatoria que nos coerciona a las mujeres a ser para
otros, a aguantar violencia misógina, a subordinarnos.
Esta heterosexualidad obligatoria junto
con la monogamia son la fórmula macabramente perfecta para la
subordinación de las mujeres, que legitima todo tipo de violencia
culminando en el feminicidio -la mayoría de los feminicidios son
cometidos por parejas o exparejas de las mujeres- bajo la justificación
de la posesión y de ese “amor” monógamo feminicida. Nos matan porque
creen que les pertenecemos, porque debemos obedecer y si no lo hacemos
hay castigo, porque somos suyas y si ejercemos nuestra libertad hay
castigo, porque somos objetos para su uso y si nos emancipamos o
defendemos hay castigo.
Esta atroz fórmula legitima la violencia
institucionalizada hacia las mujeres. ¿Sabía usted que hasta hace
algunos años no era posible acusar a un hombre de violar a su esposa?
Pues no, dado que existía una cláusula llamada débito conyugal, que
aseguraba que les cónyuges tienen la obligación de cumplir con los
apetitios y necesidades sexuales del otre. Si un hombre forzaba a su
esposa a fornicar con él y la penetraba sin su consentimiento -lo que
conocemos como violación- nomás estaba ejerciendo su legítimo derecho a
satisfacer sus necesidades sexuales con su esposa. En este mismo siglo,
las propias leyes siguen dando la palmadita en la espalda a la violencia
monógama heterosexual.
Ahora bien, aunemos a todo esto el mito
del amor romántico y lo que yo llamo el emparejamiento compulsivo, que
nos dice que debemos, necesitamos, nos urge desesperadamente tener una
pareja para ser felices. Que estar en una pareja monógama y heterosexual
es la única forma de vida legítima que podemos llevar, más aún, la
única que nos llevará a la realización personal y a la felicidad. De ahí
derivan ideas como “nuestra boda es el momento más feliz de nuestra
vida”, o las constantes preguntas y preocupaciones sobre cuándo nos
casaremos, o ya viéndonos muy modernas, cuándo nos vamos a juntar o al
menos a tener un novio formal. La idea de la solterona amargada o el “ya
cásate”, que nos dice que el estar en pareja heterosexual no es sólo
deseable, sino obligatorio, nos lleva a un callejón sin salida: tenemos
que hacer todo lo posible por conseguir a esa pareja, a ese hombre ideal
que, por lo demás, evidentemente no existe. Esta maquiavélica trampa la
van sembrando en nuestras cabezas desde niñas: con las historias de
princesas y su príncipe azul, la cocinita de juguete y el bebé de
plástico al que cambiaremos los pañales, las revistas para adolescentes
que nos dan tips para que el chico de nuestros sueños nos haga caso, las
telenovelas del canal dos o de Argos -da igual-, las películas
románticas de hollywood cuya moraleja es que aunque se haya “equivocado”
tenemos que regresar con él, la tía que nos bombardea con preguntas de
“¿pa cuándo?”, la presión social de nuestes colegas y amigues, los
créditos bancarios sólo para gente casada, nuestras leyes. Todo está
planeado en torno a esta pareja heterosexual y monógama.
Qué bonito es ese amor que nos venden
¿verdad?. Y que los hombres hablen por sí mismos, pero yo creo para las
mujeres no suena como una gran opción. Por eso muchas hemos renunciado a
la heterosexualidad obligatoria y todo lo que ésta conlleva. Por eso
elegimos ser lesbianas. Muchas hemos renunciado también al mandato de
monogamia obligatoria, que va muy de la mano con el de la
heterosexualidad obligatoria. Ambas se complementan y forman parte del
mismo sistema diseñado para amarrarnos y controlarlos. Son la fórmula
perfecta para crear mujeres controladas, sumisas, que formen parte
funcional del engranaje capitalista que se alimenta del trabajo
doméstico no remunerado de las mujeres en las familias nucleares
heterosexuales.
¿Es ese “amor” el que queremos
convencerles de que también podemos practicar? ¿es ese amor el que
queremos emular para que nos acepten en su sistema? ¿es ese el que
necesitamos imitar para que nos respeten, para que reconozcan nuestros
“derechos humanos”? Pues yo digo: ¡no!
Si ese es el amor que defienden, lo digo
convencida: lo nuestro no es amor. Porque yo no quiero poseerla ni
amarrarla, ni que sea mía, ni ser la razón de su existencia, ni que viva
para mí, ni ser su dueña, ni que limite sus deseos, sus pensamientos,
sus caricias o sus besos sólo a mí. Ni que me sirva, ni que trabaje para
mí, ni que me necesite, ni que no pueda vivir sin mí. Ni que me posea,
ni que me amarre, ni ser suya, ni que sea la razón de mi existencia, ni
vivir para ella, ni que sea mi dueña, ni limitar mis deseos, mis
pensamientos, mis caricias o mis besos sólo a ella. Ni servirla, ni
trabajar para ella, ni necesitarla, ni no poder vivir sin ella. Si acaso
quiero compartir, crear, acompañarnos, dar pasos juntas, respetarnos,
querernos, besarnos, follarnos porque así lo elegimos y porque así lo
deseamos.
encontrado en la crítica
... por eso José Rosso!: si tú eres mujer, y yo soy hombre.... Y TE AMO... ¡¿a qué esperas?!
ResponElimina