*Artículo sin firma de autor publicado en La Questione Sociale N° 2, Buenos Aires, entre 1895-98.
Los anarquistas rechazan la organización del matrimonio. Ellos aseveran que dos seres que se aman no necesitan permiso de un tercero para acostarse juntos; desde el momento en que su voluntad los conduce al lecho, la sociedad no tiene nada que ver en ello, careciendo del derecho de intervenir.
Los anarquistas dicen aun más. Por el acto de que se han consagrado el uno al otro, la unión del hombre y de la mujer no es indisoluble: ellos no están condenados a finalizar sus días viviendo unidos, si se vuelven antipáticos el uno al otro. Lo que la libre voluntad ha formado, la libre voluntad puede deshacerlo.
Bajo el imperio de la pasión, bajo la presión del deseo, dos seres no han visto más que buenas cualidades, han cerrado los ojos a los defectos, se han unido. He ahí que la vida común enturbia las cualidades, hace resaltar los defectos, exhibe ángulos que no saben redondear. ¿Será necesario que esos dos seres, porque se ilusionaron en un instante de efervescencia, paguen con toda una vida de sufrimientos el error de un momento, que les ha hecho juzgar como una pasión profunda y eterna lo que no era más que el resultado de una sobreexcitación nerviosa?
Entonces, pues, es preciso volver a nociones más sanas. ¿Acaso el amor del hombre y de la mujer no ha sido siempre más poderoso que todas las leyes, que todas las gazmoñerías, que todas las reprobaciones con que se ha pretendido atacar el cumplimiento del acto sexual? ¿Acaso, a pesar de la reprobación que se ha arrojado sobre la mujer que ha engañado a su marido -nosotros no hablamos del hombre que ha sabido siempre hacer la manga ancha en sus costumbres-, a pesar del rol de paria reservado por nuestras sociedades pudibundas a la soltera-madre, se ha impedido una sola vez a las esposas hacer a sus maridos cornudos, y a las hijas entregarse a quienes les place o aprovechar el momento en que los sentidos hablan más poderosamente que la reflexión?
La historia, la literatura, no hablan más que de hombres y de mujeres encornudados, de hijas seducidas. Por algunos espíritus apasionados, débiles y timoratos que se suicidan en unión del ser amado por no atreverse a romper con las preocupaciones, por carecer de fuerza moral para luchar contra los obstáculos que los oprimen, contra las costumbres y el idiotismo de parientes imbéciles, son innumerables los que se burlan de tales supersticiones... en secreto. Eso sólo ha servido para convertirnos en trapaceros e hipócritas; nada más. ¿Por qué encapricharse en reglamentar lo que ha escapado a tantos siglos de opresión? Reconozcamos, pues, de una buena vez por todas, que los sentimientos del hombre escapan a toda reglamentación y que se precisa la libertad más completa para que pueda expandirse normal y completamente. Sed menos puritanos, y nosotros seremos más francos, más morales.
Queriendo el hombre propietario transmitir a sus descendientes el fruto de sus rapiñas y habiendo sido la mujer hasta hoy juzgada como inferior, y más como una propiedad que como un asociado, es evidente que el hombre ha sugestionado a su familia para asegurar la supremacía sobre la mujer; y para poder, a su muerte, transmitir sus bienes a sus descendientes; así, ha sido necesario declarar la familia indisoluble. Basada sobre el interés, y no sobre el amor, es evidente que necesitaba una fuerza y una sanción para impedir que se disgregara bajo los choques ocasionados por el antagonismo de intereses. Luego, los anarquistas, acusados de pretender la destrucción de la familia, quieren justamente destruir ese antagonismo, basando (a la familia) sobre el amor para hacerla más durable. Ellos no han erigido jamás en principio que el hombre y la mujer a quienes plazca finalizar sus días juntos no podrán hacerlo bajo el pretexto de que habrían hecho una unión libre. Ellos no han dicho jamás que el padre y la madre no puedan educar a sus hijos, porque piden que se respete la voluntad de estos últimos, que no sean considerados como una cosa, como una propiedad por sus ascendientes. En verdad, ellos quieren abolir la familia jurídica; ellos quieren que el hombre y la mujer sean libres para entregarse o rechazarse cuando les plazca. Ellos refutan toda ley estúpida e uniforme que reglamente los transportes de sentimientos tan complejos y tan variados como los que preceden al amor.
Si los sentimientos del ser humano están inclinados hacia la inconstancia; si su amor no puede fijarse sobre el mismo objeto, como pretenden aquellos que quieren reglamentar las relaciones sexuales, ¡qué nos importa! ¿Qué podemos nosotros hacerle? Puesto que, hasta el presente, la opresión no ha podido impedir nada, pues sólo nos ha dado nuevos vicios, dejemos libre la naturaleza humana, dejémosla evolucionar hacia donde la conducen sus tendencias, sus aspiraciones. Ella es, en la actualidad, bastante inteligente para saber reconocer lo que le es útil o perjudicial; para reconocer, con su experiencia, en qué sentido debe evolucionar.
Cuando el hombre y la mujer se amen verdaderamente, ese amor tendrá por resultado inducirlos, recíprocamente, a tratar de merecer las caricias del ser que han elegido. Suponiendo que el compañero o la compañera que se ama puede volar del nido el día en que no encontrara más la satisfacción que apetecía, cada individuo hará cuanto le sea dable para atraérselo completamente. Como en esa especie de pájaros en que, en la estación del amor, el macho se reviste de un plumaje nuevo y brillante para seducir la hembra cuyas simpatías quiere captarse, los humanos cultivarán las cualidades morales que deben hacer agradables su cariño y su compañía. Basadas sobre esos sentimientos, las uniones serán mucho más indisolubles que lo que podrían hacerlas las leyes más feroces, la opresión más violenta.
Nosotros no hemos hecho la crítica del matrimonio actual, que equivale a la prostitución más vergonzosa. Matrimonios de negocios, en que los sentimientos efectivos no desempeñan ningún rol; matrimonios de conveniencias de rango -en las familias burguesas, sobre todo- convenidos por los padres, sin consultar a aquellos que se unen; matrimonios desproporcionados, en los que se ve a ancianos paralíticos, gracias a su dinero, unir su vieja estantigua, amenazando con la ruina a la frescura belleza de la juventud; viejas picaronas comprando, a fuerza de dinero, la complacencia de jóvenes ambiciosos, que pagan con su piel y un poco de su vergüenza la sed de enriquecerse. Esta crítica ha sido hecha y rehecha. A nosotros nos basta demostrar que la unión social no ha revestido siempre las mismas formalidades, que únicamente desprendiéndose de toda traba puede propender a conquistar su mayor grado de dignidad. ¡A que bueno, pues, buscar otra cosa!
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