Toda mujer, se le asegura al hombre, en el fondo desea lo que se le hace, en la misma forma en que el hombre desea aquello que se les hace a ellas.
Si uno abre alguna novela de la erótica victoriana no es raro que se encuentre con escenas como esta: “En ese momento la dama abrió sus ojos y la primera cosa que llamó su atención fue la tremenda maquina preparada para penetrarla. Una vigorosa batalla se inicia, el resultado de la cual nunca estuvo en duda. Al momento en que ella encorva su cintura tratando de evitar el ataque, Brandon dio un poderoso empuje hacia adelante y como la cabeza de su instrumento estaba ya dentro de sus labios, la doble fuerza envió dos tercios de su inmensa columna dentro de su vulva. Ella supo entonces que él había ganado el juego y como buena mujer estalló en un tormento de lágrimas. Una vez completada la violación, Brandon se excusa, culpando su conducta en la extraordinaria belleza que ella poseía. La dama al escuchar esto, se siente halagada y lo disculpa, reconociendo que ella también había gozado de la experiencia.” (Raped on the railway, citado por Peter Webb en Victorian Erotica)
¿Ha cambiado algo de aquellos años a hoy día? De todos los discursos, el pornográfico, podríamos decir, es el más obvio en la manipulación de los deseos y la construcción de la conducta social del hombre y la mujer.
La interpretación estándar del machismo social ha girado en torno a la idea de que, a nivel sexual, ser “femenina” o ser “masculino” depende de qué se hace y a quién se le hace. En las determinaciones del código pornográfico lo que constantemente se ve es que la construcción masculina requiere dominación y habilidad agresiva para penetrar. La construcción “femenina”, en cambio, requiere sumisión y disponibilidad de sitios para la penetración. La estructura representativa pornográfica, por tanto, se centra en la objetivación sistemática de la mujer en interés de la subjetividad del hombre. Él es un sujeto puro que no entra en un compromiso de intercambio o comunicación con la persona objetivada que, por definición, no puede tomar el papel de sujeto.
Pero, si nos centramos en los motivos claves del aparato pornográfico, éste sugiere algo distinto. Sus efectos no derivan tanto de cómo representa ciertas acciones, de quién hace algo a quien, sino de como representa el deseo del otro. Lo que este discurso le ofrece al hombre es mucho más que la mujer como objeto. Lo que en el fondo le está ofreciendo es una gama multifacética de deseos en la que el deseo del otro, en sus varias formas, es clave y tanto el hombre como la mujer figuran como objeto o sujeto. Lo curioso es que aquí es la mujer la que invariablemente se representa como deseando ser el objeto del deseo masculino. De acuerdo con Lacan, deseo es siempre el deseo del otro (deseo que el otro me desee… ¿no vemos esto por todas partes, especialmente en el Internet?) Y es esta representación del deseo del otro, de la mujer en este caso, el factor crucial en la excitación y goce sexual pornográfico de la audiencia masculina. En este sentido, podemos decir que es el deseo de la mujer el objeto real del deseo heterosexual masculino.
La relevancia de la representación del deseo del otro podemos discernirla claramente en la tendencia masculina a fantasear cuando esta falla. Algunas de las instancias más patéticas de esta fantasía las encontramos en ciertos clichés sociales. El violador se disculpa respondiendo “ella lo andaba buscando”. A la mujer que rechaza en vano los avances sexuales del hombre, este responde… “tu sabes que en el fondo realmente lo quieres”. El “no” siempre significa “si” para el narcisista. En la fantasía del “hombre macho” existe la idea de que si una lesbiana tuviera sexo con un “hombre de verdad”, ésta se transformaría en una mujer “normal”. Lo triste y discriminatorio en esta representación es que la mujer siempre se construye como deseando lo que se le hace… Toda mujer desea la penetración, la fuerza sexual, la violación, la transgresión y el miedo y el peligro que acompaña a la anarquía romántica del deseo sexual, según el aparato pornográfico, y es el único secreto acerca de la mujer que vale la pena exponer. Toda cuestión relacionada con la voluntad, el deseo o consentimiento que pudiera existir es irrelevante frente a la naturaleza biológica del orgasmo construido como “voluntad del sexo”. La representación del deseo de la mujer como deseo del hombre es una característica central en este aparato. El escenario típico de la película pornográfica de corto metraje, por ejemplo, es el de la mujer que inicia el sexo o es persuadida fácilmente porque “es lo que ella realmente quiere”. La toma fotográfica más preciada es la captura y confesión involuntaria de placer por parte de la mujer y donde más notoria y obviamente se da esto es en la pornografía victoriana en donde el deseo de la mujer es expresado por ella a través del disfrute subsecuente de haber sido violada.
Las imágenes, sean pictóricas o verbales, como sabemos, juegan un papel central en la excitación del deseo y, últimamente, son ellas las que lo gobiernan. En el sujeto masculino esto es posible apreciarlo en un doble sentido. Por un lado, revelan el deseo narcisista pasivo del sujeto masculino. Dentro del marco pornográfico este deseo, implícitamente, está expresado y aprobado por la autoridad de escritores, periodistas, cineastas y fotógrafos. Y, por otro lado, este deseo de ser aprobado se traduce en un deseo narcisista activo, el deseo de identificarse e incorporar aquello que es valorado por los otros y que portan su reconocimiento… ser fuerte, viril, autoritario. Esta operación es central en el complejo pornográfico que ofrece numerosos ejemplos con los cuales la audiencia puede identificarse y numerosos objetos para cada deseo. Es el ofrecimiento de cuerpos femeninos y deseos masculinos lo que le permite al aparato porno ejercer una influencia poderosa en la producción de subjetividades.
Los efectos de esta influencia la podemos encontrar en la economía psíquica de la audiencia porno y, también, en la sociedad en general. La intensificación del deseo y la representación que proyecta le permite al hombre experimentar su propio deseo y el deseo del otro sexo como fuerzas naturales complementarias que existen en una armonía preestablecida que transciende la artificialidad y contingencia del orden cultural. Toda mujer, se le asegura al hombre, en el fondo desea lo que se le hace, en la misma forma en que el hombre desea aquello que se les hace a ellas. Al garantizar la convicción masculina de que tal encaje es el orden natural de las cosas, la industria porno, en todas sus dimensiones, produce una subjetividad masculina que busca y demanda en la mujer aquel deseo que es la imagen del suyo propio. El costo social de tal ilusión es la frustración y el resentimiento en el hombre y la alienación y el sufrimiento en la mujer. Si el deseo de ella no concuerda con los deseos fálicos del hombre es frecuentemente abusada física, psicológica o socialmente por el hombre que demanda que el deseo de la mujer sea complementario del deseo fálico masculino.
Parafraseando a la serie televisiva X File, cuya consigna era: “La verdad esta ahí afuera”… podríamos decir…“la subjetividad esta ahí afuera”. Es decir, la producción, fabricación o constitución de lo que llamamos “femenino” y “masculino” es el resultado de las relaciones de poder inherente en toda relación social. | Nieves y Miro Fuenzalida, profesores de filosofía, Ottawa, ON
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