divendres, 3 de gener del 2014

Matrimonio: estado policial, Ana Sharife


Quedar a tomar café con una amiga casada resulta, cuanto menos, excitante. El ritual es siempre el mismo. Nos citamos a hurtadillas del marido en alguna cafetería clandestina, y en el rato que pasamos juntas nos contamos atropelladamente lo que hemos vivido en ausencia de la otra. Es como quedar con un preso que ha recibido un breve permiso penitenciario.

Un marido o una esposa es un cautivo en nombre de la conservación de la especie, pero también un reducto tibio de protección, refugio y paz. Y yo pertenezco a ese grupo de mujeres que mira con envidia a sus amigas casadas. Con un hombre en casa te evitas las errantes salidas nocturnas, el me quiere/no me quiere, las rupturas imprevistas, las noches oscuras sin luna por dentro de la ventana...


Pero, ¿por qué quedamos a hurtadillas del marido? Cuando una amiga se casa, la pierdes  irremediablemente. Es como si entre los votos matrimoniales se encontrara no ver a mis amigas solteras nunca más. De pronto, te ves excluida de las cenas, reuniones y fiestas de parejas, y pasas a convertirte en un elemento de distorsión para la estabilidad matrimonial. Y, ¿por qué? Porque sencillamente les recuerda que hay vida en el mundo exterior.

El matrimonio secuestra a los cónyuges y los aísla, acotando el terreno y  confiscando los movimientos del otro en función de los miedos que tengan las partes. Te domino entregándome a ti, reza la ecuación. Un curioso esquema mental en el que los solteros pasamos a ser unos degenerados y, además, culpables de la tentación del casado/a. Tentación que no está en la calle, ni viene de la mano del soltero, sino que puebla en la mente de cada cual.

Los casados pasan a formar parte de una casta en la que la previsibilidad de los acontecimientos resulta indispensable para mantener la pareja. Para lograrlo, protegen celosamente lo suyo, hasta cercarlo y, casi encarcelarlo. Y en el proceso de protección van destruyendo lentamente al objeto amado. Como dice Zygmunt Bauman "el amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero".

La estructura de parentesco de una familia ha variado tanto que el matrimonio es consciente de su actual fragilidad. Ninguna pareja tiene ya los lazos bien anudados y eso lo saben las partes. Por eso nos citamos a escondidas. En realidad me cito con el avatar de mi amiga -siempre experimento esa extravagante sensación-. Un avatar que oculta cuidadosamente mi asistencia a la parte más importante de su vida: la verdadera. La de sus días abiertos y luminosos de abrazos y besos sin mesura. La de paellas, bautizos y celebraciones. Aquella a la que no tengo acceso más que a través de sus relatos, tomando un café en una oculta cafetería, como amiga  proscrita que soy.

Todos conocemos excepciones. Matrimonios  que comparten lo que tienen con los demás sin mirar la condición sentimental del que entra en su casa y en sus vidas. Porque saben que es precisamente la vida, la verdadera compañera de cada uno. Esas son las parejas sólidas que se mantienen en el tiempo y a las que envidio profundamente. Su apertura al mundo es un desafío que los lleva a crecer juntos hasta el infinito. El pediatra de mis hijos lo resume perfectamente: “Cuando una pareja es buena, uno echa de menos hasta las cadenas”.

Qué es el amor sino un impulso de la naturaleza que nos inclina a la construcción de algo trascendental. El futuro de una pareja es siempre incierto, pero nadie abandona lo que de verdad se ama. Por tanto, hay que tratar de vivir la vulnerabilidad del amor poniendo toda la confianza en el otro, con valentía, con algo de humor, e incluso me atrevería a decir que con cierta ligereza, y no como si el matrimonio fuese un estado policial.


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