Quedar
a tomar café con una amiga casada resulta, cuanto menos, excitante.
El ritual es siempre el mismo. Nos citamos a hurtadillas del marido
en alguna cafetería clandestina, y en el rato que pasamos juntas
nos contamos atropelladamente lo que hemos vivido en ausencia de la
otra. Es como quedar con un preso que ha recibido un breve permiso
penitenciario.
Un
marido o una esposa es un cautivo en nombre de la conservación de
la especie, pero también un reducto tibio de protección, refugio y
paz. Y yo pertenezco a ese grupo de mujeres que mira con envidia a
sus amigas casadas. Con un hombre en casa te evitas las errantes
salidas nocturnas, el me quiere/no me quiere, las rupturas
imprevistas, las noches oscuras sin luna por dentro de la ventana...
Pero,
¿por qué quedamos a hurtadillas del marido? Cuando una amiga se
casa, la pierdes irremediablemente. Es como si entre los votos
matrimoniales se encontrara no ver a mis amigas solteras
nunca más. De pronto, te ves excluida de las cenas, reuniones y
fiestas de parejas, y pasas a convertirte en un elemento de
distorsión para la estabilidad matrimonial. Y, ¿por qué? Porque
sencillamente les recuerda que hay vida en el mundo exterior.
El
matrimonio secuestra a los cónyuges y los aísla, acotando el
terreno y confiscando los movimientos del otro en función de
los miedos que tengan las partes. Te domino entregándome a ti,
reza la ecuación. Un curioso esquema mental en el que los solteros
pasamos a ser unos degenerados y, además, culpables de la tentación
del casado/a. Tentación que no está en la calle, ni viene de la
mano del soltero, sino que puebla en la mente de cada cual.
Los
casados pasan a formar parte de una casta en la que la
previsibilidad de los acontecimientos resulta indispensable para
mantener la pareja. Para lograrlo, protegen celosamente lo suyo,
hasta cercarlo y, casi encarcelarlo. Y en el proceso de protección
van destruyendo lentamente al objeto amado. Como dice Zygmunt Bauman
"el amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta
para proteger al propio prisionero".
La
estructura de parentesco de una familia ha variado tanto que el
matrimonio es consciente de su actual fragilidad. Ninguna pareja
tiene ya los lazos bien anudados y eso lo saben las partes. Por eso
nos citamos a escondidas. En realidad me cito con el avatar de mi
amiga -siempre experimento esa extravagante sensación-. Un avatar
que oculta cuidadosamente mi asistencia a la parte más importante
de su vida: la verdadera. La de sus días abiertos y luminosos de
abrazos y besos sin mesura. La de paellas, bautizos y celebraciones.
Aquella a la que no tengo acceso más que a través de sus relatos,
tomando un café en una oculta cafetería, como amiga proscrita
que soy.
Todos
conocemos excepciones. Matrimonios que comparten lo que tienen
con los demás sin mirar la condición sentimental del que entra en
su casa y en sus vidas. Porque saben que es precisamente la vida, la
verdadera compañera de cada uno. Esas son las parejas sólidas que
se mantienen en el tiempo y a las que envidio profundamente. Su
apertura al mundo es un desafío que los lleva a crecer juntos hasta
el infinito. El pediatra de mis hijos lo resume perfectamente:
“Cuando una pareja es buena, uno echa de menos hasta las cadenas”.
Qué
es el amor sino un impulso de la naturaleza que nos inclina a la
construcción de algo trascendental. El futuro de una pareja es
siempre incierto, pero nadie abandona lo que de verdad se ama. Por
tanto, hay que tratar de vivir la vulnerabilidad del amor poniendo
toda la confianza en el otro, con valentía, con algo de humor, e
incluso me atrevería a decir que con cierta ligereza, y no como si
el matrimonio fuese un estado policial.
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