En una época especialmente intensa en reivindicaciones, resistencias,
disidencias y debates, también la monogamia se está poniendo sobre la
mesa. Aunque parezca un mal menor cuando nos estamos enfrentando al
mismísimo Mal en mayúsculas –al capitalismo salvaje, a la precarización
última de las vidas, a la destrucción del planeta, al auge del
fascismo–, el sistema monógamo es una extraordinaria herramienta de
control social que secuestra nuestra sexualidad y nuestros afectos y
determina la manera en que construimos esos nuevos mundos a los que
aspiramos. Y los construimos infectados con el germen mismo de las
estructuras que queremos combatir.
En la base del secuestro está un ideal romántico que tenemos totalmente naturalizado. Bombardeadas desde el nacimiento mismo a través de todos los cuentos infantiles, de todas las películas, de toda la música, de toda la literatura que no han sabido poner en duda el modelo, sino que se han dedicado simplemente a narrar sus consecuencias, toda nuestra producción cultural está impregnada de monogamia, de patriarcado y de heteronormatividad. El amor y el desamor, que son lo mismo, al fin. La trama ultrasabida de chicx encuentra a chicx, flechazo, aparición de un tercer elemento en discordia, siempre en discordia, y dramón al canto. Y vamos naturalizando que el dramón es la única salida, la única respuesta, la única manera de vivir el amor.
Si un sistema semejante no ha explosionado por sí mismo es porque, como buena olla a presión, tiene válvulas de escape. Hay dos principales: la mentira (o las verdades a medias) y la desvinculación. El adulterio de toda la vida, sobrellevado de muy diversas maneras, nos ayuda a vivir, sin duda, pero no hace más que alimentar el sistema, impidiéndonos plantarle cara. Sobre la desvinculación hablamos menos, pero es altamente nociva, pues atiende a nuestras pulsiones y pasiones negándonos el vínculo, convirtiendo a los seres con los que nos relacionamos en meros objetos de satisfacción. El usar y tirar. Es el capitalismo salvaje de los afectos. El amor libre, que nació como resistencia a la institución del matrimonio, se ha ido despolitizando para convertirse en una siembra de cadáveres emocional que tiene más que ver con una libertad neoliberal que con el amor.
¿Cómo imaginar el amar fuera de este sistema de secuestro? Tal vez deberíamos empezar por definir el amor mismo. Es la primera pregunta que hago en los talleres #OccupyLove, y las respuestas siempre son semejantes: el amor es felicidad, es plenitud, es generosidad, es complicidad, es buen sexo, es cariño, es comprensión, es cuidados. Si el amor es todo eso estamos a un paso de cargarnos el sistema monógamo. Porque nada de eso lleva necesariamente a la monogamia. Ninguna de esas cualidades incluyen la exclusividad, la rabia, el dolor, la sospecha, la inseguridad, el control o la posesión. El amor es plenitud... el dolor y todo lo demás llega ante el temor de perder esa plenitud. Ante la amenaza.
En el sistema de pensamiento monógamo, los amores se excluyen los unos a los otros. Además, se jerarquizan los afectos, de manera que el amor único y sus derivados “naturales” (la pareja, la familia) tienen un estatus superior a otros afectos, como es la amistad. Y en la cúspide de esa jerarquía sólo hay un único espacio. Si desmontamos la jerarquía y proponemos un esquema horizontal, donde los afectos no se jerarquicen y los amores no se sustituyan, la amenaza desaparece.
En un esquema así, no hay jerarquías: los núcleos afectivos cambian y varían de intensidad, de frecuencia, de potencia, pero todos están interconectados, todos se alimentan entre ellos. En las redes, los amores no son desechados ni sustituidos, sino que se transforman, cambian de lugar o de configuración como cambia la vida misma, pero siguen formando parte del conjunto, de lo que somos. Las personas, los amores de nuestras amadas, reales o potenciales, no son amenazas, ¿por qué habrían de serlo si no son llamadas a sustituirnos?
El amor, pensado así, se construye a cada paso. El amor no es el rayo que te parte, no es la flecha de cupido. Eso es la atracción. Una atracción que se puede convertir en infinitas maneras de relación. Y que descarga de la obligatoriedad y de la necesidad de ser “la mejor”. No hay contienda, no hay competición. No hay guerra. Si somos capaces de crear esta propuesta desde nuestra parte más frágil, que son los afectos, trasladarla a todos los demás aspectos de nuestra vida no debería ser tan complicado.
En la base del secuestro está un ideal romántico que tenemos totalmente naturalizado. Bombardeadas desde el nacimiento mismo a través de todos los cuentos infantiles, de todas las películas, de toda la música, de toda la literatura que no han sabido poner en duda el modelo, sino que se han dedicado simplemente a narrar sus consecuencias, toda nuestra producción cultural está impregnada de monogamia, de patriarcado y de heteronormatividad. El amor y el desamor, que son lo mismo, al fin. La trama ultrasabida de chicx encuentra a chicx, flechazo, aparición de un tercer elemento en discordia, siempre en discordia, y dramón al canto. Y vamos naturalizando que el dramón es la única salida, la única respuesta, la única manera de vivir el amor.
Los “amores Disney”
Pero ese amor es una construcción totalmente interesada. Permitidme que rechace el término “amor romántico” y lo sustituya por “amores Disney”. Introducir la palabra romántico nos lleva directamente a las imágenes de cenas con velitas y fines de semana revolcándonos frente a la estufa. Y en nuestros mundos nuevos todas queremos velitas y revolcones. Tranquilas: el veneno no está ahí, sino en el siguiente paso, en la transformación de eso en un “amor Disney”. El amor Disney es un amor eterno, único y exclusivo. Una historia de cuento que, sin embargo, no nos hace inmunes al amor. Lo que debería ser una buena noticia, porque un mundo de personas inmunes al amor sería un infierno peor que el que vivimos, es una mala noticia porque entra en contradicción con eso que hemos aprendido a llamar amor. En la vida real nos enamoramos, amamos y seguimos enamorándonos a nuestro pesar de otras personas, seguimos sintiendo el latigazo de la pasión, de los deseos, de la curiosidad, seguimos cruzándonos con seres que nos conmueven. Y es ahí donde somos secuestradas. Donde nos negamos, nos prohibimos sentir. O prohibimos a las demás que lo hagan.Si un sistema semejante no ha explosionado por sí mismo es porque, como buena olla a presión, tiene válvulas de escape. Hay dos principales: la mentira (o las verdades a medias) y la desvinculación. El adulterio de toda la vida, sobrellevado de muy diversas maneras, nos ayuda a vivir, sin duda, pero no hace más que alimentar el sistema, impidiéndonos plantarle cara. Sobre la desvinculación hablamos menos, pero es altamente nociva, pues atiende a nuestras pulsiones y pasiones negándonos el vínculo, convirtiendo a los seres con los que nos relacionamos en meros objetos de satisfacción. El usar y tirar. Es el capitalismo salvaje de los afectos. El amor libre, que nació como resistencia a la institución del matrimonio, se ha ido despolitizando para convertirse en una siembra de cadáveres emocional que tiene más que ver con una libertad neoliberal que con el amor.
¿Cómo imaginar el amar fuera de este sistema de secuestro? Tal vez deberíamos empezar por definir el amor mismo. Es la primera pregunta que hago en los talleres #OccupyLove, y las respuestas siempre son semejantes: el amor es felicidad, es plenitud, es generosidad, es complicidad, es buen sexo, es cariño, es comprensión, es cuidados. Si el amor es todo eso estamos a un paso de cargarnos el sistema monógamo. Porque nada de eso lleva necesariamente a la monogamia. Ninguna de esas cualidades incluyen la exclusividad, la rabia, el dolor, la sospecha, la inseguridad, el control o la posesión. El amor es plenitud... el dolor y todo lo demás llega ante el temor de perder esa plenitud. Ante la amenaza.
En el sistema de pensamiento monógamo, los amores se excluyen los unos a los otros. Además, se jerarquizan los afectos, de manera que el amor único y sus derivados “naturales” (la pareja, la familia) tienen un estatus superior a otros afectos, como es la amistad. Y en la cúspide de esa jerarquía sólo hay un único espacio. Si desmontamos la jerarquía y proponemos un esquema horizontal, donde los afectos no se jerarquicen y los amores no se sustituyan, la amenaza desaparece.
Redes frente a monopolios
Pensar el amor, los amores, desde un esquema de redes afectivas, unas redes que aspiren a ese rizoma deleuziano que proponía sustituir los árboles (¿genealógicos?) por los infinitos campos de patatas, cambia todo el planteamiento de nuestras vidas. Pensar los amores desde lo inclusivo nos lleva a pensar el mundo desde lo inclusivo. La diferencia desde lo inclusivo. Desde la convivencia. Desde la suma y no la resta. Desde la cooperación.En un esquema así, no hay jerarquías: los núcleos afectivos cambian y varían de intensidad, de frecuencia, de potencia, pero todos están interconectados, todos se alimentan entre ellos. En las redes, los amores no son desechados ni sustituidos, sino que se transforman, cambian de lugar o de configuración como cambia la vida misma, pero siguen formando parte del conjunto, de lo que somos. Las personas, los amores de nuestras amadas, reales o potenciales, no son amenazas, ¿por qué habrían de serlo si no son llamadas a sustituirnos?
El amor, pensado así, se construye a cada paso. El amor no es el rayo que te parte, no es la flecha de cupido. Eso es la atracción. Una atracción que se puede convertir en infinitas maneras de relación. Y que descarga de la obligatoriedad y de la necesidad de ser “la mejor”. No hay contienda, no hay competición. No hay guerra. Si somos capaces de crear esta propuesta desde nuestra parte más frágil, que son los afectos, trasladarla a todos los demás aspectos de nuestra vida no debería ser tan complicado.
El capitalismo emocional
“Eres mío”, “yo soy tuya”, “te lo he dado todo”, “te debo la vida”,
“me robaste el corazón”, “voy a conquistarla”. “Me las pagarás”...
Vasallo plantea que el triángulo amoroso que forman la monogamia, la
fidelidad y el amor romántico usa términos del capital para definirse.
Si nuestro impulso romántico busca la media naranja, una vez que
logramos ser naranjas completas la otra persona nos pertenece.
En esta línea, la investigadora Coral Herrera Gómez, autora del libro La construcción sociocultural del amor romántico,
defiende que se trata de un instrumento de control social al servicio
del capitalismo, que sirve para limitar el amor de la gente y para
evitar las colectividades amorosas y las redes de ayuda mutua entre
grandes grupos. Si todo el mundo copia el modelo de familia nuclear
tradicional, fin último del amor romántico, tendremos organizaciones
familiares de pocos miembros, con poder adquisitivo para poder consumir
desenfrenadamente.
Brigitte Vasallo es autora de la novela PornoBurka y miembro de Colectivo Cautivo.
republicado del periódico Diagonal
Fantástico artículo!!
ResponEliminaExcelente !!
ResponEliminaMagnífic!
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