[Entrevista con Jean-Pierre Joecker, M. Overd y Alain Sanzio, 1982. En Michel Foucault: La inquietud por la verdad. Escritos sobre la sexualidad y el sujeto, Siglo XXI editores, abril de 2013]
—El libro de K. J. Dover, Homosexualidad griega,[1] presenta la homosexualidad en la antigua Grecia bajo una nueva luz.
M.F.: Lo más importante en ese libro es, me parece, que Dover muestra que nuestro recorte de las conductas sexuales entre homosexualidad y heterosexualidad no es en absoluto pertinente para los griegos y los romanos. Esto significa dos cosas: por un lado, que ellos no tenían la noción, el concepto de homosexualidad, y por otro, que no tenían la experiencia. Una persona que se acostaba con otra del mismo sexo no se vivía como homosexual. Eso me parece fundamental.
Cuando un hombre hacía el amor con un muchacho, la división moral pasaba por las preguntas: ¿este hombre es activo o pasivo, y hace el amor con un muchacho imberbe —la aparición de la barba definía una edad límite— o no? La combinación de esas dos clases de división instaura un perfil muy complejo de moralidad e inmoralidad. En consecuencia, no tiene ningún sentido decir que los griegos toleraban la homosexualidad. Dover destaca claramente la complejidad de la relación entre hombres y muchachos, que estaba muy codificada. Se trataba de comportamientos de huida y protección en los segundos, y de persecución y cortejo en los primeros. Existía, pues, toda una civilización de la pederastia, del amor hombre-muchacho, que entrañaba, como siempre ocurre cuando hay una codificación de ese tipo, la valorización o la desvalorización de ciertas conductas. Eso es, si se quiere, lo que retendré del libro de Dover; y esto permite, me parece, despejar no pocas cosas en el análisis histórico que puede hacerse con respecto a las famosas prohibiciones sexuales y a la noción misma de prohibición. Creo que se trata de tomar las cosas de otra manera, es decir, de hacer la historia de una familia de experiencias, de diferentes modos de vida; se trata de hacer la historia de los diversos tipos de relaciones entre personas del mismo sexo, según las edades, etc. En otras palabras, el modelo histórico no debe ser la condena de Sodoma.
Querría agregar algo que no está en Dover y que se me ocurrió el año pasado. Hay toda una discusión teórica sobre el amor a los muchachos en Grecia, desde Platón hasta Plutarco, Luciano y otros. Y lo que me impresionó mucho en esta serie de textos teóricos es lo siguiente: para un griego o un romano es muy difícil aceptar la idea de que un muchacho, que se verá en la obligación —a causa de su condición de hombre libre nacido en una gran familia— de ejercer responsabilidades familiares y sociales y un poder sobre los otros —senador en Roma, político orador en Grecia—, aceptar la idea, reitero, de que ese muchacho ha sido pasivo en su relación con un hombre. Es una especie de cosa impensable en el juego de los valores morales, que tampoco puede asimilarse a una prohibición. Que un hombre persiga a un muchacho no es algo criticable, y que ese muchacho sea un esclavo, sobre todo en Roma, no puede más que ser natural. Como decía un refrán: “Para un esclavo, dejarse dar por el culo es una necesidad; para un hombre libre, es una vergüenza, y para un liberto, un servicio prestado”. En contraste, por lo tanto, es inmoral para un joven libre dejarse dar por el culo; en ese contexto puede comprenderse la ley que prohíbe a los ex prostitutos ejercer cargos políticos. Se llamaba “prostituto” no a quien hacía la calle, sino a quien había sido mantenido sucesivamente y a la vista de todos por personas distintas; el hecho de que hubiera sido pasivo, objeto de placer, volvía inadmisible la posibilidad de que ejerciera autoridad alguna. Ese es el punto contra el cual siempre tropiezan los textos teóricos. Para ellos se trata de construir un discurso que consista en probar que el único amor verdadero debe excluir las relaciones sexuales con un muchacho y consagrarse a las relaciones afectivas pedagógicas de cuasi paternidad. Esta es, de hecho, una manera de hacer aceptable una práctica amorosa entre hombre libre y muchacho libre, a la vez que se niega y se traspone lo que ocurre en la realidad. En consecuencia, la existencia de esos discursos no debe interpretarse como el signo de una tolerancia de la homosexualidad, tanto en la práctica como en el pensamiento, sino más bien como el signo de una turbación; si se habla de ella es porque constituye un problema, pues hay que recordar el siguiente principio: el hecho de que en una sociedad se hable de algo no significa que se lo admita. Para explicar un discurso, no hay que examinar la realidad presuntamente reflejada por él, sino la del problema que hace que uno esté obligado a hablar de ello. La obligación de hablar de esas relaciones entre hombres y muchachos —cuando se habla mucho menos de las relaciones matrimoniales con las mujeres— obedece a que moralmente era mucho más difícil aceptarlas.
—Era difícil aceptarlas moralmente y, sin embargo, en la práctica toda la sociedad griega se funda en esas relaciones pederásticas, digamos pedagógicas en sentido lato. ¿No hay en ello una ambigüedad?
M.F: En efecto, he simplificado un poco. Lo que hay que tener en cuenta en el análisis de esos fenómenos es la existencia de una sociedad monosexual, porque hay una separación muy clara entre los hombres y las mujeres. Había sin duda relaciones muy densas entre mujeres, pero las conocemos mal porque no existe prácticamente ningún texto teórico, reflexivo, escrito por mujeres, sobre el amor y la sexualidad antiguos; hago a un lado los textos de algunas pitagóricas o neopitagóricas entre los siglos VIII y I a.C., y la poesía. En cambio, disponemos de toda clase de testimonios que remiten a una sociedad monosexual masculina.
—¿ Cómo podría explicarnos el hecho de que esas relaciones monosexuales hayan finalmente desaparecido en Roma, mucho antes del cristianismo?
M.F.: A decir verdad, me parece que sólo puede constatarse la desaparición de las sociedades monosexuales en una escala masiva en el siglo XVIII europeo. En la sociedad romana, la mujer de una gran familia tenía un papel importante en el plano familiar, social y político. Pero no es tanto el crecimiento del papel de la mujer lo que provocó la dislocación de las sociedades monosexuales; sería más bien la instauración de nuevas estructuras políticas que impidieron a la amistad seguir teniendo las funciones sociales y políticas que le eran propias hasta entonces; si se quiere, el desarrollo de instituciones de la vida política hizo que las relaciones de amistad, posibles en una sociedad aristocrática, ya no lo fueran. Pero esto no es más que una hipótesis…
—Lo que usted dice me lleva a plantear un problema en relación con el origen de la homosexualidad, donde debo separar la de los hombres de la de las mujeres. Me refiero a que la homosexualidad masculina, en Grecia, sólo puede existir en una sociedad muy jerarquizada, donde las mujeres ocupan el nivel más bajo. Me parece que, al retomar y hacer suyo el ideal griego, la sociedad gay masculina del siglo XX legitima así una misoginia que, otra vez, rechaza a las mujeres.
M.F.: Creo, en efecto, que ese mito griego tiene alguna influencia, pero sólo cumple el papel que se le pide cumplir: no por referirse a él uno tiene tal o cual comportamiento, sino que, por tener ese comportamiento, se va a referir a él reconfigurándolo. Me impresiona mucho, efectivamente, que en Norteamérica la sociedad de los homosexuales sea una sociedad monosexual con modos de vida, una organización en el nivel de las profesiones, una serie de placeres que no son de orden sexual. Así, que haya homosexuales que viven en grupo, en comunidad, en una relación perpetua de intercambios, delata a las claras el retorno de la monosexualidad. Las mujeres, con todo, también vivieron en grupos monosexuales, pero en muchos casos era, desde luego, porque estaban forzadas a hacerlo; era una respuesta, a menudo innovadora y creadora, a un estatus que se les imponía. Pienso aquí en el libro de una norteamericana, Surpassing the Love of Men,[2] muy interesante. La autora, Lilian Faderman, estudia las amistades femeninas desde el siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX sobre las siguientes bases: “No me preguntaré jamás si entre ellas esas mujeres tenían o no relaciones sexuales. Por una parte, me limitaré a considerar la red de esas amistades o la historia misma de una amistad, y a ver cómo se desenvuelve, cómo vive la pareja, qué tipos de conducta entraña, cómo estaban ligadas las mujeres unas a otras; y, por otra parte, cuál es la experiencia vivida, el tipo de afecto y de apego ligados a esa situación”.
Surge entonces toda una cultura de la monosexualidad femenina, de la vida entre mujeres, que es apasionante.
—Sin embargo, lo que usted decía al respecto en Gai Pied y lo que dice ahora me parece problemático en este aspecto: estudiar los agrupamientos monosexuales femeninos sin plantear la cuestión de la sexualidad significa a mi juicio persistir en la actitud de confinar a las mujeres en el dominio del sentimiento con los eternos estereotipos: su libertad de contactos, su afectividad libre, sus amistades, etcétera.
—Tal vez le parezca que soy laxista, pero creo que los fenómenos que querríamos estudiar son tan complejos y están tan precodificados por las grillas de análisis prefabricadas que es preciso aceptar métodos, parciales, es cierto, pero generadores de nuevas reflexiones, y que hacen posible poner de relieve nuevos fenómenos. Esos métodos permiten superar los términos completamente gastados que tenían vigencia en la década de 1970: prohibiciones, leyes, represiones. Dichos términos fueron muy útiles en sus efectos políticos y de conocimiento, pero se puede tratar de renovar los instrumentos de análisis. Desde ese punto de vista, la libertad de actitud me parece mucho más grande en Norteamérica que en Francia. Lo cual no significa que haya que sacralizar.
—Podríamos hablar tal vez del libro de John Boswell, Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality.[3]
M.F.: Es un libro interesante, porque reitera cuestiones conocidas y presenta algunas nuevas. Cuestiones conocidas y que desarrolla: lo que llamamos moral sexual cristiana, e incluso judeocristiana, es un mito. Basta con consultar los documentos: esa famosa moral que localiza las relaciones sexuales en el matrimonio, que condena el adulterio y cualquier conducta no procreadora y no matrimonial, se construyó mucho antes del cristianismo. Todas estas formulaciones se encuentran en los textos estoicos, pitagóricos, y son ya tan “cristianas” que los cristianos las retoman tal cual llegan hasta ellos. Hay, sí, algo bastante sorprendente, y es que esa moral filosófica aparecía de algún modo a destiempo, después de un movimiento real de matrimonialización en la sociedad, de valorización del matrimonio y las relaciones afectivas entre los esposos… En Egipto se han hallado contratos de matrimonio que datan del período helenístico, en los cuales las mujeres exigían la fidelidad sexual del marido, y este se comprometía a respetarla. Estos contratos no provienen de las grandes familias sino de los medios urbanos, un poco populares.
Como los documentos son escasos, se puede formular la hipótesis de que los textos estoicos sobre esa nueva moral matrimonial destilaban en los medios cultos lo que ya tenía vigencia en los medios populares. De este modo se produce por lo tanto un vuelco completo en el paisaje que nos es familiar, el de un mundo grecorromano con una licencia sexual maravillosa que el cristianismo destruyó de un solo golpe.
De allí partió Boswell, que comprobó muy sorprendido hasta qué punto el cristianismo se ajusta a lo que existía con anterioridad a él, en particular en relación con el problema de la homosexualidad. Hasta el siglo IV, el cristianismo retoma el mismo tipo de moral, y se limita a apretar las tuercas. Los nuevos problemas van a plantearse, en mi opinión, con el desarrollo del monacato, justamente a partir del siglo IV. Surge entonces la exigencia de la virginidad. En los textos ascéticos cristianos se insistía antes en el problema del ayuno, no comer demasiado, no pensar demasiado en comer; poco a poco se desarrolla una obsesión por las imágenes de concupiscencia, las imágenes libidinosas. Tenemos entonces cierto tipo de experiencia, de relación con los deseos y el sexo que es bastante nueva. En cuanto a la homosexualidad, aun cuando encontremos, por ejemplo en Basilio de Cesarea, una condena de la amistad entre varones como tal, esta no se traslada al conjunto de la sociedad. Me parece indudable que la gran condena de la homosexualidad propiamente dicha data de la Edad Media, entre los siglos VIII y XII; Boswell menciona claramente el siglo XII, pero la situación ya se esboza en unos cuantos textos de penitenciales de los siglos VIII y IX. Sea como fuere, es preciso deshacer por completo la imagen de una moral judeocristiana y darse cuenta de que esos elementos se introdujeron en diferentes épocas en torno de algunas prácticas e instituciones que pasaban de determinados medios a otros.
—Para volver a Boswell, lo que me parece sorprendente es que haya hablado de una subcultura gay en el siglo XII, uno de cuyos representantes sería el monje Elredo de Rieval.
M.F.: En efecto, ya en la Antigüedad hay una cultura pederástica cuyo debilitamiento vemos en la contracción de la relación hombre-muchacho, a partir del Imperio Romano. Un diálogo de Plutarco da cuenta de esa transformación: todos los valores modernos se ponen del lado de la mujer de más edad que el muchacho, y lo que se valoriza es su relación; cuando dos aficionados a los mozos se presentan, se los ridiculiza un poco y son notoriamente los menospreciados de esta historia; ya no aparecen, además, al final del diálogo. Así se contrajo la cultura pederástica. Pero, por otra parte, no hay que olvidar que el monacato cristiano se presentó como la continuación de la filosofía; estábamos, pues, frente a una sociedad monosexual. Como las muy elevadas exigencias del primer monacato se moderaron con mucha rapidez, y si se admite que a partir de la Edad Media los monasterios eran los únicos depositarios de la cultura, tenemos reunidos todos los elementos que explicarían por qué se puede hablar de subcultura gay. A ellos hay que agregar el de la guía espiritual, y por lo tanto de la amistad, la relación afectiva intensa entre viejos y jóvenes monjes considerada como posibilidad de salvación; había en ese aspecto una forma predeterminada en la Antigüedad, que era la del tipo platónico. Si se admite que hasta el siglo XII el platonismo constituye la base de la cultura para esta elite eclesiástica y monacal, creo que el fenómeno se explica.
—Yo había creído comprender que Boswell postulaba la existencia de una homosexualidad consciente.
M.F.: Boswell comienza con un largo capítulo donde justifica su proceder, por qué toma a los gays y la cultura gay como hilo conductor de su historia. Y, al mismo tiempo, está absolutamente convencido de que la homosexualidad no es una constante transhistórica. Su idea es la siguiente: si hay hombres que tienen relaciones sexuales entre sí, sean un adulto y un joven, sean en el marco de la ciudad o del monasterio, no es sólo porque los otros toleran tal o cual forma de acto sexual; hay forzosamente implicada una cultura, es decir, modos de expresión, valorizaciones, etc., y por ende el reconocimiento, por parte de los propios sujetos, de lo que esas relaciones tienen de específico. Se puede admitir esta idea, en efecto, en cuanto no se trata de una categoría sexual o antropológica constante, sino de un fenómeno cultural que se transforma en el tiempo sin dejar de mantenerse en su formulación general: relación entre individuos del mismo sexo que entraña un modo de vida en el que está presente la conciencia de ser singular entre los otros. En el fondo, ese es también un aspecto de la monosexualidad. Habría que ver si, por el lado de las mujeres, no puede imaginarse una hipótesis equivalente que implique categorías de mujeres muy variadas, una subcultura femenina en la que el hecho de ser mujer suponga la existencia de posibilidades de relación con las otras mujeres que no son dadas a los hombres, claro está, y ni siquiera a las demás mujeres. Me parece que en torno de Safo y de su mito hubo esta forma de subcultura.
—Efectivamente, algunas investigaciones feministas recientes parecen ir en ese sentido, en particular por el lado de las mujeres trovadoras, cuyos textos se dirigían a mujeres, pero la interpretación es difícil, porque no se sabe si sólo eran portavoces de algunos señores como los trovadores hombres. De todas maneras, hay algunos textos que hablan, como lo hace Christine de Pisan, del “femenino sexo”, y que prueban que había presuntamente cierta conciencia de una cultura femenina autónoma, puesta en peligro, además, por la sociedad de los hombres. ¿Hay que hablar, empero, de cultura gay femenina, si tenemos en cuenta por añadidura que el término “gay” me parece un poco inoperante para las mujeres?
M.F.: En efecto, ese término tiene una significación mucho más restringida en Francia que entre los norteamericanos. Sea como fuere, me parece que, al postular una cultura gay al menos masculina, Boswell no se contradice en lo referido a la tesis según la cual la homosexualidad no es una constante antropológica a veces reprimida y a veces aceptada.
—En La voluntad de saber usted analiza la discursivización del sexo, proliferante en la época moderna; con la salvedad de que, en ese discurso sobre el sexo, la homosexualidad parece estar ausente, al menos hasta alrededor de 1850.
M.F.: Me gustaría llegar a comprender cómo ciertos comportamientos sexuales se convierten en un momento dado en problemas y dan lugar a análisis que constituyen objetos de saber. Intentamos descifrar esos comportamientos, comprenderlos y clasificarlos. Lo interesante no es tanto una historia social de los comportamientos sexuales, una psicología histórica de las actitudes con respecto a la sexualidad, como una historia de la problematización de dichos comportamientos. Hay dos edades de oro de la problematización de la homosexualidad como monosexualidad, es decir, de las relaciones entre hombres y hombres, y hombres y muchachos. La primera es la del período griego, helenístico, que termina a grandes rasgos durante el Imperio Romano. Sus últimos grandes testimonios son el diálogo de Plutarco, las disertaciones de Máximo de Tiro y el diálogo de Luciano.[4]
Mi hipótesis es —aunque sea una práctica corriente— que, si hablaron mucho de eso, es porque constituía un problema.
En las sociedades europeas la problematización fue mucho más institucional que verbal: desde el siglo XVII se aplicó un conjunto de medidas, persecuciones y condenas contra aquellos a quienes todavía no se llamaba homosexuales sino sodomitas. Es una historia muy complicada, y diría que es una historia en tres tiempos.
Desde la Edad Media existía una ley contra la sodomía que se sancionaba con la pena de muerte, y cuya aplicación —lamentable, es verdad— fue muy limitada. Habría que estudiar la economía de este problema, la existencia de la ley, el marco en el cual se aplicó y las razones por las que sólo se aplicó en cada caso. El segundo nivel es la práctica policial contra la homosexualidad, muy clara en Francia a mediados del siglo XVII, una época en que las ciudades son un hecho real y concreto, cuando está vigente cierto tipo de zonificación policial y, por ejemplo, se señala la detención relativamente masiva de homosexuales en lugares como los jardines del Luxemburgo, Saint-Germain-des-Prés o el Palais-Royal. Se observan así decenas de arrestos, se apuntan los nombres, se detiene a la gente durante algunos días o sencillamente se la suelta. Algunos pueden “quedar a la sombra” sin proceso. Se instala todo un sistema de trampas y amenazas con soplones, polizontes, todo un mundillo cuya presencia se advierte muy pronto, ya en los siglos XVII y XVIII. Los expedientes de la biblioteca del Arsenal son muy elocuentes: los arrestados son obreros, curas, militares, así como miembros de la pequeña nobleza. La situación se inscribe en el marco de una vigilancia y una organización de un mundo prostitucional de mujeres livianas —mantenidas, bailarinas, actrices de mala muerte—, en pleno desarrollo durante el siglo XVIII. Pero me parece que la vigilancia de la homosexualidad comenzó un poco antes.
La tercera y última etapa es por supuesto la entrada ruidosa, a mediados del siglo XIX, de la homosexualidad al campo de la reflexión médica. Una entrada que se había hecho con discreción a lo largo del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.
Un fenómeno social de gran escala, mucho más complicado que una simple invención de médicos.
—¿Cree usted, por ejemplo, que los trabajos médicos de Hirschfeld[5] a comienzos del siglo XX y sus clasificaciones encerraron a los homosexuales?
M.F.: Esas categorías sirvieron, en efecto, para patologizar la homosexualidad, pero eran igualmente categorías de defensa, en nombre de las cuales podían reivindicarse derechos. El problema sigue siendo de mucha actualidad: entre la afirmación “soy homosexual” y la negativa a decirlo hay toda una dialéctica muy ambigua. Es una afirmación necesaria, porque es la afirmación de un derecho, pero al mismo tiempo es la jaula, la trampa. Algún día, la pregunta “¿es usted homosexual?” será tan natural como la pregunta “¿es usted soltero?”. Pero, después de todo, ¿por qué suscribiríamos la obligación de decir esa elección? No podemos jamás estabilizarnos en una posición; hay que definir, según los momentos, el uso que le damos.
—En una entrevista concedida a la revista Gai Pied[6] usted dice que es preciso “obstinarse en ser homosexual”, y al final habla de “relaciones variadas, polimorfas”. ¿No es contradictorio?
M.F.: Quería decir “es preciso obstinarse en ser gay”, situarse en una dimensión donde las elecciones sexuales que uno hace están presentes y tienen efectos sobre la totalidad de nuestra vida. También quería decir que esas elecciones sexuales deben ser al mismo tiempo creadoras de modos de vida. Ser gay significa que esas elecciones se difunden a través de toda la vida, y es también una manera determinada de rechazar los modos de vida propuestos, hacer de la elección sexual el operador de un cambio de existencia. No ser gay es decir: “¿Cómo voy a poder limitar los efectos de mi elección sexual de tal manera que mi vida no cambie en nada?”.[7]
Diré que uno tiene que usar su sexualidad para descubrir, inventar nuevas relaciones. Ser gay es ser en devenir y, para responder a su pregunta, agregaría que no hay que ser homosexual sino empeñarse en ser gay.
—¿Por eso afirma que “la homosexualidad no es una forma de deseo, sino algo deseable”?
M.F.: Sí, y creo que se trata del punto central de la cuestión. Interrogarnos sobre nuestra relación con la homosexualidad es desear un mundo donde esas relaciones sean posibles, más que tener simplemente el deseo de una relación sexual con una persona del mismo sexo, aunque esto sea importante.
[1] Kenneth James Dover, Greek Homosexuality, Londres, Duckworth, 1978 [trad. cast.: Homosexualidad griega, Barcelona, El Cobre, 2008]. [N. del E.]
[2] Lilian Faderman, Surpassing the Love of Men: Romantic Friendship and Love between Women from the Renaissance to the Present, Nueva York, William Morrow, 1981. [N. del E.]
[3] John Boswell, Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality: Gay People in Western Europe from the Beginning of the Christian Era to the Fourteenth Century, Chicago, University of Chicago Press, 1980 [trad. cast.: Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad: los gays en Europa occidental desde el comienzo de la era cristiana hasta el siglo XIV, Barcelona, Muchnik, 1993]. [N. del E.]
[4] Plutarco, Dialogue sur l’amour; Histoires d’amour, edición y traducción de R. Flaceliere y M. Cuvigny, París, Les Belles Lettres, 1980 [trad. cast.: Erótico, en Obras morales y de costumbres, vol. 10, Madrid, Gredos, 2003]; Máximo de Tiro, “L’amour socratique”, disertaciones XVIII-XXI, en Dissertations de Maxime de Tyr, traducción de J.-J. Combes-Dounous, París, Bossange, Masson et Besson, año XI [1802], 2 vols. [trad. cast.: Disertaciones filosóficas, vol. 2, XVIII-XLI, Madrid, Gredos, 2005], y Luciano de Samosata, Dialogues des courtisanes, suivis de Lucius ou l’Ane, traducción de E. Talbot, París, Les Éditions du Courrier graphique, 1946 [trad. cast.: Diálogos de las cortesanas, en Diálogos de los dioses - Diálogos de los muertos - Diálogos marinos - Diálogos de las cortesanas, Madrid, Alianza, 2005]. [N. del E.]
[5] Referencia a Magnus Hirschfeld (1868—1935), jefe de redacción entre 1899 y 1925 del Jahrbuch für sexuelle Zwischentufen unter besonderer Berücksichtigung der Homosexualität (Leipzig, Max Spohr), anuario dedicado a los “estados sexuales intermedios", donde publica artículos originales y reseñas de obras. Entre los libros de Hirschfeld cabe mencionar, en especial: Von Wesen der Liebe: Zugleich ein Beitrag zur Lösung der Frage der Bisexualität, Leipzig, Max Spohr, 1906; Die Transvestiten: eine Untersuchung über den erotischen Verkleidungstrieb, mit umfangreichen casuistischen und historischen Material, dos volúmenes, Berlín, Pulvermacher, 1910-1912, y Die Homosexualität des Mannes und des Weibes, Berlín, Louis Marcus, 1914. Véase C. Nicolas, “Les pionniers du mouvement homosexuel", Masques, revue des homosexualités, 8, primavera de 1981, pp. 83-89. [N. del E.]
[6] Michel Foucault, “De l’amitié comme mode de vie", entrevista de René de Ceccaty, Jean Danet y Jean Le Bitoux, Gai Pied, 25, abril de 1981, pp. 38-39, reeditada en DE, vol. 2, núm. 293, pp. 982-986 [trad. cast.: “De la amistad como modo de vida", http://teoriasdelaamistad.com.ar/pagina5/Unidad9/Foucaultamistad.pdf]. [N. del E.]
[7] Véase el dossier “Sur l’histoire de l’homosexualité", Le Débat, 10, marzo de 1981, pp. 106-160, con artículos de Alain Schnapp, Jean Gattégno y Michael Pollak y reseñas de libros. [N. del E.]
republicado desde biblioteca virtual spartakku
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