Cristal
Dagover alerta del riesgo de que el discurso pro-sexo banalice y obvie
la compleja realidad que viven las trabajadoras sexuales
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Señora Milton |
Y cuando dices ‘yo soy puta’ que se note que lo vocalizas con
extrema claridad, con seguridad en tu entonación, remarcando cada sílaba
como representando a las mujeres que se engloban a sí mismas en ese
calificativo como sinónimo de promiscuas y no como mujeres a quienes les
cuesta sacarse su dinero para pagarse sus estudios, sus alquileres, sus
hipotecas, los gastos que generan sus familias, o su propia manutención
diaria.
Como mujeres, mujeres que no somos, mujeres que no soy. Mujeres que
os llamáis a vosotras mismas putas, y no me representáis. Mujeres
incapaces de trabajar 8 horas seguidas como prostitutas por un largo
periodo de vuestras vidas, porque el ‘putas’ se os quedó en el cartel de
la última manifestación en la que teníais que hablar de nuestros
derechos, sin contar conmigo. Mujeres que enseñáis vuestro coño por
motivos de rebelión, y no porque os veis forzadas a hacerlo porque
vuestras metas cuestan dinero, porque rendirse no es una opción. Porque,
como decía una compañera de trabajo,
‘a woman never should lose her body: the body is the only thing that can save her from misery’.
Mujeres que ponéis a las putas como heroínas, como si el hecho de
sobrevivir fuera memorable (en ocasiones la supervivencia es sólo la
consecuencia del miedo a qué puede suceder si te rindes, a qué pierdes
si te dejas vencer por aquello que pone en jaque tus objetivos); como si
fuera una
superwoman por autosuperarme integrando/aceptando
algo tan básico como que con los músculos de mi vagina, con la labia de
la que me sirvo y con la educación de feminidad patriarcal que he
aprendido de la escuela y de las prácticas de dominación en mi ‘casa’,
efectivamente, tengo absoluto derecho a trabajar como con mis manos en
cualquier otro empleo.