Un viaje a la felicidad en la película Nuit et jour de Chantal Akerman.
La normalidad es una serie de consignas culturales que metabolizamos en la vida en sociedad y que repetimos de manera inducida. Los triángulos amorosos se presentan en el cine mainstream o bien como aventuras sexuales de carácter especulativo o bien como triángulos escalenos con sus lados desiguales, una geometría desequilibrada que concluye en ruptura y en la que el placer es sucedido por la infelicidad.
En esas pautas del comportamiento amoroso de los seres humanos, cuando el amor es en gran medida una proyección de los deseos de los individuos, el cine juega un papel fundamental marcando modelos de conducta y ofreciendo códigos que el público comparte en esa metástasis colectiva que es la ideología del cine, a veces benigna y a veces perjudicial. Según esos modelos, la felicidad, el amor, se dan sólo entre dos. Hemos avanzado un poquito respecto a que necesariamente no deba ser entre un hombre y una mujer. Pero los tabúes acerca de la felicidad que proporciona lo colectivo, donde significaríamos positivamente el viejo aserto de que “dos son pareja y tres son multitud”, siguen vigentes en el cine, ya sea comercial o de nuevas sensibilidades.
En Noche y día (Nuit et jour, Chantal Akerman, 1991), Julie (Guilaine Londez) está enamorada de dos hombres. Con uno pasa el día y con otro la noche. Julie ha llegado al límite del amor con Jack (Thomas Langmann) y en ese límite desigual que disfrutamos hasta que necesariamente se contrae, Julie sin embargo se da cuenta de que puede amar a más personas al mismo tiempo y se enamora de Joseph (François Négret).
Todos los diálogos de ‘Nuit et jour’ son de una poesía exacerbada, culminante Todos los diálogos de la película son de una poesía exacerbada, culminante, en la que, en cierto modo, ella no oculta nunca a sus interlocutores lo que le sucede, porque le es inevitable explicarse a sí misma como si contemplara la plenitud de la vida, gozando una situación que, lejos de atormentarla, la colma.
Estos personajes emiten parlamentos bellísimos, que los convierten, sobre todo a ella, en una especie de envés femenino del Johannes de Ordet (C.T. Dreyer, 1955) en el que el amor a Dios, el amour fou en su literalidad, hubiera encontrado en el amor de Julie un objeto que la transformase en una mística de la felicidad y en una arrebatada del encantamiento.
Los signos de la felicidad en la película de Chantal Akerman son cotidianos, su poesía no consiste en ver las cosas de una manera irreal sino en tener una actitud que permite ver las cosas como en realidad son, que es como se ven cuando uno es feliz y está enamorado, o sea, esencialmente poéticas, repletas de las huellas que con la felicidad vamos dejando en cada persona y en cada cosa.
Pese a todo, animales sociales, nos vemos condicionados por los prejuicios con que somos observados, ese equilibrio que sostiene Julie deja de soportarse cuando el malestar de Jack y la demanda posesiva de Joseph presionan a una Julie que mantenía relaciones con los dos sin culpa, en una lógica gozosa en la que, si el amor te hace feliz, entonces cada minuto de la vida ha de colmarse en ello. La sombra de la que habla Jack ha de buscarse en su propio hábitat, un piso en París que la cámara de Akerman recorre en bellísimos travellings horizontales, como si la casa fuera un territorio infinito en el que los personajes en su arrobo atravesaran muros y paredes y hablaran entre sí tan pronto juntos como a un lado y a otro del patio interior de un edificio, pero definitivamente vinculados.
Porque, al fin y al cabo, lo que se construye en el amor es a un tercero, un ser que tiene parte de los que ofrecen al menos una parte de sí mismos. Y como en las manifestaciones de la felicidad colectiva ese ser invisible es un trozo de los anhelos, de los objetivos, de los deseos, de las realidades de lo mejor de nosotros mismos. Lo colectivo es, como mínimo, un ménage à trois, algo que construimos entre el yo, el tú y el él. Porque por mucho que el cine de masas se esfuerce en presentar a la multitud como a un animal de instintos primarios, sólo es así cuando prima el culto al individuo y la masa se ve dirigida con una sola voluntad que le es, además, ajena. En cambio, cuando somos dos, o sea tres, en libertad, nuestra inteligencia se suma a la inteligencia colectiva y, como alguien dijo, puede que ello no nos haga automáticamente felices a los seres humanos, pero nos hace, sencillamente, humanos.
republicado del periódico diagonal
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