Al final, no hay más problema que el
sexo. Si consiguiéramos desenredar el nudo del sexo, ¿qué quedaría
en el amor que representara un verdadero problema? Los conflictos en
las relaciones de amistad no tienen ni la sombra de complejidad que
las relaciones amorosas, y las paternofiliales, aunque compiten en
dramatismo, son notablemente menos contradictorias.
Cuando el sexo llega trae con él,
quién lo diría conociendo su carta de presentación, rebosante de
instintos y energías telúricas, el desafío intelectual. Y es que
lo uno, claro, es el uniforme supersticioso de lo otro. Aquello que
no se entiende hoy, para quien sigue pensando que el pensamiento no
ha dado pruebas de ser una herramienta solvente, no es lo que se
comprenderá mañana, sino lo que no puede comprenderse. ¿Qué será
comprender, entonces, si lo comprensible ya ha sido comprendido? ¿Una
fantasía? A lo que no ofrece reglas ya sólo le queda estar
gobernado por la voluntad caprichosa de esa nueva antropormorfización
de los enigmas que es la energía en su acepción Disney.
Y esto es así cuando, lógicamente,
quien sigue pensando mal del pensamiento, debería dejar (más) de
pensar. O, al menos, no pensar en alto.
El sexo es el nudo de los nudos, porque
es el nudo del amor, residencia de los nudos en cuyo interior nada se
complica demasiado hasta que el sexo hace acto de presencia; hasta
que desnuda el nudo.
Por eso, como el amor está sin
resolver, su nudo se arregla siempre con un parche, chapuza, cirugía,
acompañada del autoengaño de que la satisfacción que el arreglo
nos dispensa es suficiente (para nosotros, porque en el fondo sabemos
que el secreto está en nuestra fuerza de voluntad, y no en nuestra
odiosa ñapa). Quien nos dice cómo ha solventado el asunto nos
añadirá, tras la complacida descripción, que con su arreglo
¡consigue vivir!, llenándonos a partes iguales de admiración y
desesperanza. Unos renuncian a luchar contra la pulsión
imprevisible, convirtiéndose en resignados libertinos sin resto de
empatía. Otros renuncian a la pulsión misma, negándose a prestarle
más oídos y abandonando el verdadero deseo “por no hacer nunca
más daño a nadie”. Algunos buscan una solución de compromiso,
confiando en que la combinación de dos injusticias dé la justicia
como resultado, o algo que se le acerque, y no un travestismo ético.
Quien diga que lo ha resuelto, ya sea
porque está por encima de su conflicto o porque el amor verdadero ha
dado sentido al laberinto, se arriesga a que se meta el dedo en la
llaga. Y esto sin miramientos a la discreción, porque negar el
conflicto es hacerlo pasar de lo social a lo individual, perjudicando
la capacidad del otro para enfrentarse a él, y legitimando así que
nos ataque en defensa propia.
En el sexo, por tanto, está el
mogollón que nos desafía a meterle mano. Pero cuando lo hagamos nos
encontraremos con que había trampa, claro, si no de qué iba a ser
tan enigmático. Descubriremos que el sexo desviaba la atención,
como en las buenas tramas policiales, de los personajes más
inmaculados, en realidad los más podridos. El pobre sexo era el
matón tonto al que apuntaban todas las pruebas, y cuya eliminación
hace perder la pista de las verdaderas mentes criminales. Y al final,
tras una pesquisa que nos conducirá de personaje en personaje, de
estancia en estancia, concluiremos, ya lo advierto, que el sistema
completo estaba podrido, y que todo lo que sea rescatar muebles
trasladará la infección a los nuevos cimientos.
Pero olvidemos que nos hemos adelantado
al final. Disfrutemos, en cambio, del curso de la historia.
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