diumenge, 11 de novembre del 2012

El infinito en la palma de la mano (Fragmento), Gioconda Belli


Adán esbozó una sonrisa. Ojalá, dijo. Se dejó caer sobre la fina arena gris del suelo de la cueva y extendió su mano para tomar la de ella y ayudarla a sentarse a su lado. Le pasó el brazo por los hombros. Eva se acomodó en la esquina de su pecho. Habían estado así muchas veces, mirando el río, la pradera,, la lluvia dentro de la selva, pero esta vez la necesidad de estar juntos, de que sus pieles se rozaran tenía una peculiar intensidad. Eva le pegó la nariz en el pecho. Lo olfateó. Él le metió las manos en el pelo, la olfateó también.

   -Es raro -dijo ella-. Quisiera poder volver a estar dentro de tu cuerpo, regresar a la costilla de donde dices que salí. Quisiera que desapareciera la piel que nos separa.

Él sonrió y la apretó más fuerte contra su pecho. También él querría lo mismo, dijo, tocándole el hombro con los labios. Querría comerla como el fruto prohibido. Eva sonrió. Tomó la mano de Adán y fue llevando sus dedos uno a uno dentro de su boca, apretándolos, succionándolos. Tenía aún el sabor del higo prohibido alojado en la piel salada. Él la miró fascinado con su ocurrencia, percibiendo en sus dedos el calor suave y líquido de su boca como un molusco acuático. ¿Tendría Eva el mar dentro de ella? ¿Lo tendría él también? ¿Qué era, si no, esa marea que sentía urdir de pronto en su bajo vientre, que le subía desde las piernas reventando en su pecho, haciéndolo gemir?
Apartó la mano de la sensación intolerable y metió su cabeza en la curvatura del cuello de Eva. Ella levantó la cabeza y suspiró y al hacerlo irguió el cuello. Él vio sus ojos cerrados y pasó sus manos suavemente por los pechos de ella, maravillado por la tersura, el color y el tacto de las pequeñas aureolas rosadas que, de pronto, se endurecían bajo sus manos, igual que la piel yerta de su pene que, súbitamente y como movido por una voluntad propia, había perdido su lasitud habitual para erguirse como un dedo desproporcionado y señalar inequívoco el vientre de Eva. Ella, con el cuerpo tenso, dejó libre su deseo de lamer a Adán todo entero. Pronto eran, sobre el suelo de la gruta, una esfera de piernas y brazos y manos y bocas que se perseguían entre quejidos y risas contenidas, y así se exploraron tanteándose para conocerse y maravillarse sin prisa de cuanto sus cuerpos de pronto desplegaban, las recónditas humedades y erecciones insólitas, el efecto magnético de sus bocas y sus lenguas mezcladas como pasajes secretos por donde el mar de uno reventaba en la playa de la otra. Por más que se tocaban, no saciaban su deseo de tocarse. Eran ya dos sudorosos hervores cuando Adán sintió el impulso irrefrenable de sembrar el brote vertical que se alzaba ahora en su centro dentro del cuerpo de Eva, y ella, dotada al fin de conocimiento, supo que debía abrirle camino a su interior, que era allí adonde apuntaba la sorprendente extremidad que le había aparecido de súbito a Adán entre las piernas. Por fin uno dentro del otro, experimentaron el deslumbre de retornar a ser un solo cuerpo. Supieron que mientras estuvieran así, nunca más existiría para ellos la soledad. Aunque les faltaran las palabras y se hiciera el silencio en sus mentes, podrían estar juntos y hablarse sin necesidad de decir nada. Pensaron que, sin duda, era éste el conocimiento que la Serpiente les anunció que poseerían al comer la fruta del árbol. Meciéndose uno contra el otro, volvieron a la Nada y sus cuerpos, desbordados al fin, se recrearon para marcar el principio del mundo y de la Historia.

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