dissabte, 17 de novembre del 2012

Hedonia, Joan Fernàndez y Myriam Moya



“Holy the groaning saxophone! Holy the bop apocalypse!
Holy the jazzbands marijuana hipsters peace & junk & drums!
Allen Ginsberg


Ser amante de una banda de jazz no era nada extraño en aquellos días. Pero ser la amante de una banda de jazz, con todos sus integrantes y todos sus instrumentos, era casi un acto de adoración pagana a una especie de dios en vías de extinción. Como músicos, diría más, como hombres, uno a uno, en solitario, todos eran amantes sensuales, creativos, autosuficientes. Como grupo, tanto al actuar como en el sexo, todos se fusionaban sin perder la identidad: eran grandes hedonistas, dispuestos a compartir (a base de notas o de clímax jazzístico) su placer por vivir.
La banda, mi banda, que no tenía nombre, estaba formada por ocho instrumentos: dos guitarras (una con slide), un bajo, una trompeta, un saxo, un piano, una batería y una voz. En cuanto a los hombres que se escondían detrás de cada uno de estos instrumentos (de los cuales habían aprendido la manera de hacerme el amor) estaban: Jimmy, el guitarrista anglosajón, cuyos dedos recorrían con una precisión infernal mi espalda, mientras arqueaba la cabeza y fijaba la vista, obsesivamente, en mi piel bajo sus manos; Mitsos, griego, el otro guitarrista, adicto al slide y a deslizar el frío del metal sobre mi clítoris, a la vez que me besaba escondido detrás de su sombrero de ala negro; Matías, el bajista argentino que me tensaba el cuerpo, estirando de la nuca y las nalgas, para presionar después sus dedos con firmeza sobre mi carne indócil, mientras decía que con la cabeza; Ibrahim, el trompetista cubano que gustaba de apretar con fuerza sus labios carnosos de hombre negro contra mi ombligo, mientras soplaba extático, con los ojos cerrados e hinchando sus mofletes, antes de deslizar su potente boca más allá; Josuah, el australiano adicto al falo amarillo, huido de Melbourne pro amor, que siempre atrapaba uno de mis pezones entre sus labios y bizqueaba los ojos, mirándose la nariz, mientras movía (como un poseso y sin perder el ritmo) las dos manos y la pelvis; John, el pianista mulato, oriundo de Nueva Orleáns, que me sonreía durante horas con sus dientes blanquísimos, y al que le gustaba que me sentara sobre él en la banqueta cuadrada y le cabalgara, mientras seguía acariciando las teclas del piano, con las dos manos, sin parar de tocar, ni siquiera cuando alcanzaba el orgasmo; Marc, el batería catalán que siempre me pedía que le dejase golpear con las banquetas mi generoso trasero delante del espejo, mientras se mordía el labio inferior y ponía la misma cara de vicio que cuando follábamos; y, por último, Reinaldo, el solista brasileño guapísimo, al que le gustaba cantar What a Wonderful World con la cabeza hundida entre mis piernas, para soltar después un buen número de deliciosas sílabas sin sentido en mis hiperbesados oídos femeninos...

Lo mejor, verlos actuar a todos juntos, tocando una canción orgásmica como Caravan, mientras una (sintiéndose la más diosa del antro) se imaginaba tumbada boca abajo, vestida únicamente con sus armas de musa (las botas negras, los guantes y las medias de red), esperando la llegada de todos sus tentáculos y disfrutando de ser, como bien dice mi amiga Betibú, una blue note en esto del jazz...



Del libro Hedonia
Joan Fernàndez y Myriam Moya
Ediciones El guante negro
http://elguanterojo.blogspot.com.es/
elguantenegro@gmail.com

Si lo quieres comprar, envía un correo a  myriam@enminusculas.com

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