Pero no el vértigo a las alturas, como mucha gente tiene, sino al suelo. Por eso decidió hacerse trapecista, para estar siempre a ras del cielo y no tener que bajar nunca a la tierra.
Regina miraba las coronillas de los chicos del circo y soñaba con una vida al mismo nivel.
Con poder susurrar cosas bonitas a alguien al oído y no tener que estar siempre dando voces para hacerse oír.
Aunque claro, ninguno de la compañía se atrevía a subir tan alto. Ninguno excepto Capirote, el hombre bala, pero siempre pasaba volando a su lado con tanta prisa... Y ni un hola le decía. Ni una simple mirada, ni un triste adiós. Y para colmo, el muy tonto, ya llevaba más de un mes atrincherado dentro de su cañón.
Una noche, mientras el resto de la compañía dormía, escuchó algo. Al principio era un inapreciable susurro melódico, pero después fue incrementando su intensidad. Aquel cántico siguió durante todo el día y Regina, intrigada, preguntó a la gente de la compañía de dónde procedía aquella voz, pero no le supieron decir, pues nadie, salvo ella, la oía.
Estuvo investigando la procedencia de aquella cantinela, y descubrió que sólo la oía en un punto muy concreto: frente al cañón de Capirote.
El hombre bala, desde dentro, le cantaba canciones casi olvidadas, que salían del cañón disparadas y colisionaban con lo más profundo del alma de Regina.
—Capirote... —clamó Regina—, ¡sube aquí, lánzate!
El hombre bala tardó un tiempo, pero al fin se decidió a contestar:
— ¡No puedo, necesito que alguien me encienda la mecha! ¡Y desearía que fuera usted!
—No puedo bajar. Tengo vértigo —se dijo casi a sí misma Regina.
De la noche al día Capirote accedió por fin a salir de su cañón y con más ganas que nunca de volar. La compañía entera se extrañó de que hubiera salido sin que la “mujer de su vida” le encendiera la mecha, como él exigía, pero por si acaso nadie se atrevió a preguntar.
Se reanudó el número del hombre bala después del mes y pico que pasó allí metido. Aquella noche la expectación fue máxima, ya que habían colgado carteles por todo el pueblo anunciando dicho evento. Corno siempre, fue Bambino quien se encargó de encender la mecha. El hombre bala volvió a ganarse los aplausos de su público. Todo volvía a ser como antes.
Lo que todos ignoraban era que para Capirote y Regina había empezado un idilio de amor que se limitaba a una única cita diaria de décimas de segundos, pero era tiempo suficiente para que cuando Capirote, durante la función, pasaba volando al lado de ella, se dieran un beso fugaz y Regina le colocara al vuelo una notita entre su mejilla y la correa del casco.
Durante el resto del tiempo alimentaban su deseo recordando aquel instante.
Estuvieron así largo tiempo. Siempre sigilosos en su amor de cuentagotas. Hasta que por fin Capirote, con paciencia y dedicación, aprendió a encender sin ayuda de nadie, la mecha de su cañón.
Riki Blanco, Cuentos pulga, Thule Ediciones, Barcelona, 2006.
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