dimecres, 18 d’abril del 2012

Hace rato que seríamos libres, H.R.Herzen


El panóptico de Bentham es una cárcel en la cual todos los prisioneros son vigilados desde un único punto sin que el vigilante sea visto ni oído. El recluso no sabe si está siendo vigilado y no tiene manera de averiguarlo. El objetivo es someter a los presos con el miedo: ni siquiera hace falta que el vigilante vigile, bastaría con que los vigilados sientan que podrían ser vistos haciendo algo que no deben para que el individuo lo interiorice hasta el punto de vigilarse a sí mismo y no exceder voluntariamente los límites de la norma. La mirada omnisciente es la idea del poder en sí mismo: poder para controlar a las personas y modificar su conducta. Es el éxito del poder, el fin de la rebelión, la generalización de la docilidad y la sumisión, la inquisición interiorizada en cada individuo, el orgasmo de los represores que inculcan religiones cuyo Dios omnisciente todo lo ve para planificar la autocensura.

Ante todo modelo autoritario siempre hay rebeldes y desobedientes igual que guardianes de la moral y la costumbre, la tradición y hasta la estética y el buen gusto. Sí, por absurdo que nos parezca, hay normas para definir hasta lo que es bello y si te maravilla algo que la ley dice que es feo, en el mejor de los casos serás castigada con la burla.

Los primeros guardianes son nuestras madres y nuestros padres que nos preparan para la vida adulta enseñándonos como primera lección la negativa a nuestros deseos y necesidades de juego y curiosidad. La repiten repetitivamente; la interiorizan hasta que la asumimos como lógica. Van aplanando el camino para que el panóptico se incruste en nuestras vidas incluso con agresiones “justificadas”. Hasta las madres más libertarias reproducen modelos represivos sin que nadie pueda entrometerse en esa relación desigual —solo amos superiores como el padre o el Estado pueden intervenir—; los hijos como los animales gregarios solo responden a la voz de sus amos y a los amos hay que respetarlos.

Luego la escuela se convierte en el mecanismo más efectivo de imposición de obediencia y sumisión. Durante los años de la formación de la razón y el entendimiento, de la capacidad de reflexión y duda, de la explosión de la curiosidad y la necesidad de aventura quienes ejercen la docencia se convierten en guardianes de la moral imperial que nos condiciona para la vida adulta en la que temeremos a la libertad y censuraremos nuestra rebeldía. Todo estará mediatizado por la norma, la obediencia al maestro y la falta de autonomía. El rodillo cumple mejor su función cuantas más veces pasa por el mismo lugar.

Lo importante en la casa o en la escuela no es tanto el contenido educativo —aunque en la mayoría de casos son conocimientos básicos para la producción— sino que lo fundamental es interiorizar el mecanismo que se reproduce y se mete por cada poro de nuestra piel como un virus. El objetivo es llegar con la cabeza lo suficientemente agachada a la fábrica para no crear problemas y que el patrón nos pueda explotar y doblegar la moral a su antojo sin necesidad de emplear la fuerza. Con supervisores o incluso simplemente unas cámaras hace que nuestro contrato de trabajo sea una tenaza al cuello pues el banco con su hipoteca y el Estado con sus impuestos ya nos echaron sus manos a nuestra vía respiratoria.

Por si algo falla, en las calles la policía se encargará de corregir las desviaciones residuales y proteger los intereses oligopólicos y del papá-Estado a su servicio. El miedo al dolor físico y a las consecuencias judiciales de nuestras acciones nos somete implacablemente y nos hace actuar como excelente correa de transmisión para que nuestros iguales se queden en casa y no desobedezcan una sola coma del enunciado.

Si no tuviéramos miedo, hace rato que seríamos libres. Pero hasta nuestra libertad nos da miedo y no queremos ejercerla. Nos acostumbraron a depender de alguien o de algo para comer, para tener un techo, para conseguir lo que necesitamos e incluso para amar. Salirnos de esa dependencia puede significar que estemos “solas” y el modelo a seguir no es ese: nos obligaron a depender de una sola persona para perder el vínculo con el resto de la sociedad. Personas de 20 o 30 años tienen miedo de envejecer “solas” cuando ni siquiera conocen todas las posibilidades de relacionamiento que podrían llegar a experimentar antes de decidir cuál les conviene.

Es lógico, si quisiéramos probar diferentes vínculos sexoafectivos estaremos en permanente vigilancia incluso en el nombre de la amistad o el amor. Algunos seres nos permitirán experimentar sin denunciarnos en un ejercicio que creerán dignos de un monumento a la tolerancia siempre que apliquemos modelos ya más o menos experimentados.

Y todo el método relatado funciona: el mundo está lleno de guardianes de la moral y enemigos de la curiosidad y la aventura en las relaciones humanas. Todo lo que se sale de la norma es censurado y castigado. Y cuanto más se aleja de la norma, peor. Fruto de todo este proceso hay individuos tan vacíos que necesitan vivir la vida de otras personas y ante sus propias carencias pretenden regular el caminar de sus semejantes en vez de explorar su potencial. Y eso es porque quienes no realizan su propio potencial es improbable que reconozcan el potencial de otros seres. Pretenden ser amos y también hay que respetarlos.

Uno de los lugares más curiosos de este entramado es el matrimonio o como le quieras llamar al vínculo sexoafectivo entre un hombre y una mujer que se mantiene estable por el tiempo y que además no incluye la participación sexual conocida de otras personas. Tenemos clara la norma y los límites que nos impone la moral, no necesitamos hablar con nuestro par para asumir el modo de convivir y de regular nuestro vínculo sexual, nadie nos coloca cinturones de castidad, nos los ponemos solitas. Cada miembro de la pareja pretende ser el amo del otro y hay que respetarlo porque así es la norma.

Y desobedecer la norma implica castigos, rechazo y problemas de todo tipo en todas las cárceles. Toda huida tiene su emoción y placer y no hay que mirar atrás ni dejarse atrapar. En este juego tiene una consideración importante el arranque del texto: el recluso no sabe si está siendo vigilado y no tiene manera de averiguarlo. Así, lo curioso en cárceles como el matrimonio es que nos podemos salir de la norma siempre que nuestra pareja no se entere; la hemos tocado y sabemos que no es omnisciente, suponemos que no nos ha colocado dispositivos de control y no revisa nuestras cosas. Simplemente tenemos que esconder rastros y evitar que nos dejen perfumes o huellas nuestros amantes o enredos sexuales ocasionales. De esa manera mantendremos la ficción de la autoridad de la norma mientras en el fondo nos la queremos saltar a cada rato.

¿Y no sería mejor hablarlo? Evidentemente que la respuesta es sí. Pero en vez de proponer nuevas normas consensuadas entre los miembros del grupo, por pequeño o grande que sea, nos empeñamos en seguir las leyes supuestas, sobreentendidas, las que siempre fueron así. Los pocos intentos que existen que cuestionan este contrato no son sencillos de plantear y supone un dilema hacerlo con la persona con quien deberíamos tener más confianza. Igualmente, merecen ser vistos como actos de valentía de cuyos errores hay que aprender para mejorar la rebeldía y la insumisión al sistema. El reto para los espíritus libres es no dejarse gobernar y seguir siendo rebeldes románticos enamorados de sus ideales y de las personas que les impulsan hacia ello.

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