Para
aquellos que crecimos siendo niñas tortilleras en los años
inmediatamente posteriores al franquismo es difícil acostumbrarse
al éxito del artefacto ““queer”” y a su transformación en
“chic cultural”. Quizás convenga recordar que detrás de cada
palabra hay una historia, como detrás de cada historia hay una
batalla por fijar o hacer mudar las palabras. A todo aquel que
afirme una identidad sexual Mia le cantará al oido: parole,
parole, parole…
Hubo
un tiempo en el que la palabra “queer” sólo era un insulto. En
lengua inglesa, desde su aparición en el siglo XVIII, “queer”
servía para nombrar a aquel o aquello que por su condición de
inútil, mal hecho, falso o excéntrico ponía en cuestión el buen
funcionamiento del juego social. Eran “queer” el tramposo, el
ladrón, el borracho, la oveja negra y la manzana podrida pero
también todo aquel que por su peculiaridad o por su extrañeza no
pudiera ser inmediatamente reconocido como hombre o mujer. La
palabra “queer” no parecía tanto definir una cualidad del
objeto al que se refería, como indicar la incapacidad del sujeto
que habla de encontrar una categoría en el ámbito de la
representación que se ajuste a la complejidad de lo que pretende
definir. Por tanto, desde el principio, “queer” es más bien la
huella de un fallo en la representación lingüística que un simple
adjetivo. Ni esto, ni aquello, ni chicha ni limoná...”queer”.
Lo que de algún modo equivale a decir: aquello que llamo “queer”
supone un problema para mi sistema de representación, resulta una
perturbación, una vibración extraña en mi campo de visibilidad
que debe ser marcada con la injuria.
Era
necesario desconfiar del “queer” como se desconfía de un cuerpo
que por su mera presencia desdibuja las fronteras entre las
categorías previamente dividas por la racionalidad y el decoro. En
la sociedad victoriana que defendía el valor de la heterosexualidad
como eje de la familia burguesa y base de la reproducción de la
nación y de la especie, “queer” servía para nombrar también a
aquellos cuerpos que escapaban a la institución heterosexual y a
sus normas. La amenaza venía en este caso de aquellos cuerpos que
por sus formas de relación y producción de placer ponían en
cuestión las diferencias entre lo masculino y lo femenino, pero
también entre lo orgánico y lo inorgánico, lo animal y lo humano.
Eran “queer” los invertidos, el maricón y la lesbiana, el
travesti, el fetichista, el sadomasoquista y el zoófilo. El insulto
“queer” no tenía un contenido específico: pretendía reunir
todas las señas de lo abyecto. Pero la palabra servía en realidad
para trazar un límite al horizonte democrático: aquel que llamaba
a otro “queer” se situaba a sí mismo sentado confortablemente
en un sofá imaginario de la esfera pública en tranquilo
intercambio comunicativo con sus iguales heterosexuales mientras
expulsaba al “queer” más allá de los confines de lo humano.
Desplazado por la injuria fuera del espacio social, el “queer”
estaba condenado al secreto y a la vergüenza.
Pero
la historia política de una injuria es también la historia
cambiante de sus usos, de sus usarios y de los contextos de habla.
Si atendemos a ese tráfico lingüístico podemos decir que al
lenguaje dominante le ha salido el tiro por la culata: en algo menos
de dos siglos la palabra “queer” ha cambiado radicalmente de
uso, de usuario y de contexto. Hubo que esperar hasta mediados de
los años ochenta del pasado siglo para que, empujados por la crisis
del Sida, un conjunto de microgrupos decidieran reapropiarse de la
injuria “queer” para hacer de ella un lugar de acción política
y de resistencia a la normalización. Los activistas de grupos como
Act Up (de lucha contra el SIDA), Radical Furies o Lesbian Avangers
decidieron retorcerle el cuello a la injuria “queer” y
transformarla en un programa de crítica social y de intervención
cultural. Lo que había cambiado era el sujeto de la enunciación:
ya no era el señorito hetero el que llamaba al otro “maricón”;
ahora el marica, la bollera y el trans se autodenominaban “queer”
anunciando una ruptura intencional con la norma. La intuición
estaba presente desde las revueltas homosexuales de los 70. Guy
Hocquenghem, por ejemplo, había desenmascarado ya el carácter
histórico y construido de la homosexualidad: “La sociedad
capitalista fabrica al homosexual como produce lo proletario,
suscitando en cada momento su propio límite. La homosexualidad es
una fabricación del mundo normal”. Ya no se trataba de pedir
tolerancia y hacer perfil bajo para poder acceder a las
instituciones heterosexuales del matrimonio y la familia, sino de
afirmar el carácter político (por no decir policial) de las
nociones de homosexualidad y heterosexualidad poniendo en cuestión
su validez para delimitar el campo de lo social. En esta
segunda vuelta, la palabra “queer” ha dejado de ser una injuria
para pasar a ser un signo de resistencia a la normalización, ha
dejado de ser un instrumento de represión social para convertirse
en un índice revolucionario.
El
movimiento “queer” es post-homosexual y post-gay. Ya no se
define con respecto a la noción médica de homosexualidad, pero
tampoco se conforma con la reducción de la identidad gay a un
estilo de vida asequible dentro de la sociedad de consumo
neoliberal. Se trata por tanto de un movimiento post-identitario:
“queer” no es una identidad más en el folklore multicultural,
sino una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y
de marginalización que genera toda ficción identitaria. El
movimiento “queer” no es un movimiento de homosexuales ni de
gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten frente a
las normas que impone la sociedad heterosexual dominante, atento
también a los procesos de normalización y de exclusión internos a
la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuerpos
transexuales y transgénero, de los inmigrantes, de los trabajadores
y trabajadoras sexuales…
Porque
para retorcer el cuello a la injuria es necesario algo más que
haber sido objeto de ella. El blabla de un marica conservador no es
más “queer” que el blabla de un hetero conservador. Sorry. Ser
marica no basta para ser “queer”: es necesario someter su propia
identidad a crítica. Cuando se habla de teoría “queer” para
referirse a los textos de Judith Butler, Teresa de Lauretis, Eve K.
Sedgwick o Michael Warner se habla de un proyecto crítico heredero
de la tradición feminista y anticolonial que tiene por objetivo el
análisis y la deconstrucción de los procesos históricos y
culturales que nos han conducido a la invención del cuerpo blanco
heterosexual como ficción dominante en Occidente y a la exclusión
de las diferencias fuera del ámbito de la representación política.
Quizás
la clave del éxito de lo ““queer”” frente a la dificultad
de publicar o de producir discursos o representaciones que provengan
de la cultura marica, bollera, transexual, anticolonial, postporno y
del trabajo sexual resida desgraciadamente en su desconexión en
castellano con los contextos de opresión política a los que la
palabra “queer” se refiere en inglés. Si tenemos en cuenta que
la eficacia política del término “queer” proviene precisamente
de ser la reapropiación de una injuria y de su uso disidente frente
al lenguaje dominante habrá que aceptar que ese desplazamiento no
se opera cuando la palabra “queer”, desprovista de memoria
histórica en castellano, català o valencià, se introduce en estas
lenguas. Escapamos entonces al brutal movimiento de
descontextualización, pero nos privamos también de la fuerza
política de ese gesto. Eso explica quizás que muchos de los nuevos
adeptos que quieren identificarse como ““queer”” - como
quieren estar en la red de amigos de Manu Chao o adquirir el último
e-book - no estarían dispuestos tan ágilmente a ser identificados
como “transexuales”, “sadomasoquistas”, “tarados”
o “bolleras”. Será necesario en cada caso redefinir los
contextos de uso, modificar los usuarios y sobre todo movilizar los
lenguajes políticos que nos han construido como abyectos…de otro
modo, la teoría “queer” será simplemente parole, parole,
parole…
Artículo
de Beatriz Preciado para el Parole
de queer 1.
Beatriz
Preciado es filósofo y activista queer. Cursó sus estudios en
diferentes universidades de EEUU. Actualmente enseña teoría del
género en diversas universidades del Estado Español y del
extranjero así como participa en el Programa de Estudios
Independientes del MACBA. Es autora de los libros: “Manifiesto
Contrasexual”, "Testo
yonki" y
“Pornotopia” y
de numerosos artículos publicados en Multitudes, Eseté o
Artecontexto…
enlace en parole de queer
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