PREFACIO (Fragmento): La feliz voluptuosidad de las líbidos
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Hasta que cumplí los diez años tengo el recuerdo de haber errado sin dolor, como espectador de mí mismo, a la búsqueda inconsciente de una cartografía útil a mi desplazamiento en el universo sexuado. El tiempo que separa la inconsciencia espesa de los primeros vislumbres de lucidez se compone de historias banales, pero identitarias: primeros besos robados y virtuales -porque dados a través de un cristal de la escuela primaria-, primeros escarceos del cuerpo y del alma en los campos de trigo bajo el sol aplastante de agosto, primeros descubrimientos expectantes de la diferencia sexual bajo los auspicios de la morfología, primeros sobresaltos directamente registrados bajo el principio de la fisiología experimentada, primeros celos, primeras seducciones, primeras sacudidas infligidas a la carne por la brutalidad de una despiadada e incompresible energía.
En los momentos más andróginos o hermafroditas de estos tiempos, el cuerpo se prueba en las posibilidades del espectro que algunos han instalado bajo la rúbrica de las perversiones. Desde las masturbaciones destinadas a vaciar el alma de las angustias solitarias a las voluptuosidades del disfraz femenino en el que se gustan la seda y el nailon, el plumón y el cuero, la piel y el perfume, el paño de los vestidos y lo sedoso de las materias, pasando por las homosexualidades de ocasión y de iniciación donde se economiza el riesgo de lo femenino, o por las relaciones sexuales triangulares a las que se prestaban con verdadero placer un compañero de escuela y la hija del panadero -que no tenía diez años como nosotros-, el deseo que ignora los códigos sociales encuentra las fórmulas de su expansión donde quiere, donde puede, lejos de toda moral moralizadora y en el puro gozo de un ejercicio imposible de diferir.
La educación sexual impartida por adultos raramente satisfechos en este asunto inyecta a menudo una complejidad que dramatiza, culpabiliza y sobre todo normaliza las posibilidades sexuales: en estas horas cardinales para la conquista de una identidad, la triste carne de los mayores se venga y contamina la frescura de las libidos libertarias infantiles. Un sacerdote, entre algunos pedófilos del orfanato donde me pudría, me hizo un discurso de médico, si no de veterinario, sobre los hombres y las mujeres. Me habló mucho de vergas y úteros, ovarios y testículos, vaginas y escrotos, erecciones y ovulaciones —su manera de hablar del amor, seguramente.
Esa noche le estuve agradecido por haber reducido su campo de exploración al onanismo del discurso único que excluye el paso al acto con el cual destrozaba a veces y para siempre a un chico. Aprendí con él que las disertaciones sobre el amor o el cuerpo enamorado florecen a menudo a la sombra del diccionario médico o del catecismo castrador, y raramente se desarrollan en las proximidades de las eróticas sin culpabilidad de Oriente. Los protagonistas y los emisarios del colectivo socializan la fiesta de la carne libre para confinar poderosamente su sensualidad y su emotividad en el orden familiarista, heterosexual, reproductor y burgués: lo que supone la desaparición de las posibilidades de una escritura libertaria propia.
Comienzan entonces las escrituras tribales. Lejos de las aproximaciones sensuales, de las búsquedas y de las errancias, lejos de las historias individuales que recapitulan las historias colectivas de la humanidad y hasta de la especie, el cuerpo, educado y, por tanto, constreñido se abandona a las formas socialmente aceptables de la libido. De ahí el advenimiento de la hipocresía, el engaño a sí mismo y a los otros, el embuste, de ahí también el reinado de la frustración permanente en el terreno de la expansión sexual. Fijado el modelo, todo alejamiento de él resulta culpable: monogamia, procreación, fidelidad y cohabitación proporcionan sus puntos cardinales. Sin embargo, el deseo es naturalmente polígamo, no se preocupa por la descendencia, es sistemáticamente infiel y furiosamente nómada. Adoptar el modelo dominante supone infligir violencia a su naturaleza e inaugurar una radical incompatibilidad de humor con el otro en materia de relación sexuada.
Tuve la suerte de descubrir muy pronto los gozos de la pasión, del don, del abandono, de la confianza, del entusiasmo, del transporte erótico plenamente expandido y, al mismo tiempo, los de la traición, el engaño, la mentira, los falsos pretextos y la pulsión de muerte triunfante. Experta en todo, ella lo era también en el arte de vivir como la mayoría: mentiras, tapujos, disimulos, profesión insistente de grandes sentimientos y práctica enmascarada de pequeños apaños. Tenía los treinta pasados, yo venía de cumplir los diecisiete, me enseñó sin miramientos la inutilidad de los discursos y de las palabras en la organización de una existencia consagrada a la obediencia de la parte en sí menos reluciente. De mala gana, me enseñaba la imperiosa necesidad de elaborar una teoría a la altura de la práctica cuando no se puede practicar la teoría profesada. Luego me enseñó la obligación -una especie de imperativo categórico erótico- de no escribir nunca una historia amorosa sin haber propuesto previamente la ética -libertaria o ascética- que nos gobierna.
Otros creyeron enseñarme a vivir o a volver a la fila efectuando pálidas variaciones sobre el mismo tema del conformismo de las disposiciones sexuadas. Las escenas, la histeria, los gritos, las amenazas, las exigencias, la violencia, el odio, el resentimiento, los celos, la rabia, la locura, el furor, la vehemencia practicadas en las relaciones amorosas proceden trágicamente de un único núcleo negativo. La crueldad, querida o no, mana permanentemente de una pulsión de muerte disfrazada bajo múltiples formas y siempre dispuesta a ensuciar todo lo que toca. Una vez traspasada esta fuerza nocturna, se sabe presentirla para siempre, reconocerla, desalojarla -igual que las presas husmean el rastro de un predador-, luego desconfiar de ella y precaverse. Trato desde hace tiempo de localizar estas tinieblas, de precaverme de ellas y hasta de cazarlas. Esta Teoría del cuerpo enamorado vale como declaración de guerra hecha a todas las formas tomadas por la pulsión de muerte en las relaciones sexuadas. A guisa de medicina contra estas lógicas mortíferas, propone igualmente la celebración de una erótica cortés que reactive la feliz voluptuosidad de las libidos gozosas, contemporáneas de las ricas horas de despreocupación de las que la carne conserva una irreprimible memoria.
Si quieres que te envíe el texto, pídelo en tot_amor@hotmail.com
me encantó... para bajar el libro me pide que me registre y una cosa así, así tiene que ser? o yo soy una retrasada?
ResponEliminahola, antes no necesitaba registro, ahora sí, aunque es un trámite fácil. si dejas tu correo en tot_amor(arroba)hotmail.com te podemos enviar el texto
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