Mi
prima me ha invitado a su boda dentro de tres meses. Yo pienso que
cuando las invitaciones de boda dicen algo tan dulce como “nos
queremos todos los días por eso hemos elegido un día para
celebrarlo” pero incluyen un número de cuenta de banco, algo no va
bien o nada ha cambiado tras décadas de supuestos cambios en el
mundo matrimonial. El amor es como la “crisis”:
nadie la ha visto, todos hablan, pero nadie la sabe explicar;
pensamos que sabemos lo que significa pero no la hemos vivido
realmente, solo algunos de sus efectos colaterales y controlados,
¿existe? Lo mejor sería prenderle fuego y que las llamas definan su
futuro; puede arder por un buen tiempo y dar maravillosos frutos o
convertirse rápidamente en tristes cenizas. De nuestro empeño y
empatía dependen la vivacidad de la fogata y el rumbo que tome; no
podemos cambiar la fuerza ni la dirección del viento, pero sí la
orientación de nuestras velas y siempre nos quedarán los remos.
Casarse es todo un reto, me parece de oro olímpico, aunque no es el
tema ahora; la modernidad liberalizó el campo de batalla de las
relaciones sexoafectivas que se mantienen estables entre dos personas
y se proponen la convivencia y otros proyectos comunes. Sobre ellas
hay una infinidad de tratados aunque la mayoría de sexólogos que
abordan el amor y las relaciones nunca contemplan ni siquiera como
excepción la posibilidad de otros modelos de relación sexoafectiva
diferente a la monogamia heterosexual: qué bonito sería transformar
la clandestinidad del adulterio por la delicia del sexo en libertad,
aunque la primera también tiene sus encantos pero elevadas
contraindicaciones.
Así, tras una amplia base experimental los expertos arguyen que
creer en una relación ideal es frustrarse sin remedio porque todas
las conclusiones pseudocientíficas dicen que no es posible mantener
la pasión con el paso del tiempo y mucho menos que todo sea tan
perfecto como parece en el momento del enamoramiento —la relación
ideal—. Contradictoriamente, proponen remedios y recomiendan
fórmulas mágicas para mantener la chispa adecuada, para construir
la relación siempre perfecta; y el error es dejarse llevar por esas
alucinaciones pues no se equivocan en la base del diagnóstico y los
efectos del paso del tiempo. Vivir el amor con un manual es más
complicado que no mojarse los pies caminando por la ciudad de los
arroyos en plena tormenta tropical.
Toca asumir la realidad aunque a toda regla hay que buscar alguna
excepción y el otro día me encontré con dos románticas rarezas
durante 11 horas. Una mujer de más de 70 años me confesaba que no
podía alejarse más de dos semanas de su marido con quien lleva 48
años casada porque se aburría y no se encontraba bien: mantenía la
ilusión y la alegría por la convivencia con ese hombre a pesar que
la distancia fuera para visitar a sus hermanos e hijos. A mi derecha
se sentaba otra mujer de 53 años para quien tras un matrimonio “que
duró 11 años pero a los 3 ya tenía que haberse acabado” en esta
segunda relación cada día era una nueva luna de miel. Me alegraron
un largo viaje con sus divertidas conversaciones y amenas
confidencias.
Guste o no, el deseo desenfrenado, la pasión desbordada y el ímpetu
sexual —que tanto atrapan y hacen florecer universos utópicos—
aflojan con el tiempo y se desplazan hacia otros centros de atención;
aunque no es automático. Al principio solo las obligaciones
ineludibles y el agotamiento o impedimento físico logran calmar las
más salvajes y suaves arremetidas contra el sofá, la mesa, el baño,
la pared, la lavadora, el espejo y otra vez el sofá hasta la calma y
la insaciabilidad en la cama, la ducha o el balcón. A veces la
madurez de las implicadas logra que se alejen por horas, días,
semanas e incluso meses para organizar cada cual su propia vida y
fortalecer los vínculos en vez de desgastarlos. Luego ese ansia por
habitar la piel de la persona amada se suele balancear hacia el
placer por cuidar, compartir, aprender, crecer. Si eso no sucede, yo
prefiero que corra el aire: el sexo es alucinante, me encanta, pero
con amor se mantiene explosivo, volcánico, huracanado, sublime,
delicioso.
¿Existen estrategias para mantener esa pasión a largo plazo? ¿Es
necesario? Los antiguos alquimistas murieron buscando la piedra
filosofal, otros seres murieron persiguiendo la inmortalidad, mi
padre juega cada semana la quiniela o la lotería y tres o cuatro
veces al año gana un reintegro. Si el amor es fuerte, sincero y
mutuo no hay de qué preocuparse por la priorización de otras
facetas del amor y las relaciones, todo fluirá aunque haya
desajustes de tiempos, momentos y necesidades. Si hubiera alguna
receta para sobrellevar esa aparente pérdida, la base podría ser la
paciencia y la comprensión de los fenómenos que nos rodean. Somos
una fábrica de drogas naturales cuando nos enamoramos. La lógica
—la teoría— nos dice que ver los defectos de la persona de quien
estás enamorada es difícil químicamente hablando: las hormonas
bajan el cociente intelectual y la capacidad de observación; la
dopamina aumenta la euforia y la dependencia, que son síntomas de
adicción. El colocón lo cocina el cerebro: el alto nivel de
norepinefrina produce euforia y pérdida del apetito; el bajo nivel
de serotonina tiene que ver con la obsesión de estar con la persona
amada.
Si ya es complicado luchar contra adicciones como el alcohol, el
chocolate o la televisión, imagina enfrentarte contra tremendo
cóctel hormonal en un medio propicio para ver la vie en rose:
películas de amor eterno; canciones y más canciones que te piden a
gritos buscar a alguien a quien hacer tuyo; o la familia que te
recomienda sentar cabeza con un trabajo, una pareja y una hipoteca.
Sin lugar a dudas, la falsa competencia para que “no se te pase el
arroz” atrofia los sentidos y hace buena la teoría del menos malo.
Ese drama es el que jode toda la estructura social: aceptamos
cualquier sometimiento por un bien extraño que opaca toda
alternativa vital. Mientras a eso le llamemos “amor”, aceptaremos
que a la bajada de salarios los empresarios le llamen “devaluación
competitiva de los salarios”.
La resistencia al modelo es necesaria, ceder un paso sin pelear es
resignarse a perder. No me gusta dejarme engañar por la corriente,
no veo telediarios, no me creo a ningún gurú. Lo mejor es mantener
un optimismo bien informado, un realismo mágico, un escepticismo
positivo, una locura racional que integre la cordura más ebria de
amor. Las respuestas se construyen con el caminar del calendario. Si
no puedo cruzar un río sin mojarme los pies, buscaré una mano amiga
en quien apoyarme o me quitaré los zapatos. El presente es más
importante que cualquier futuro soñado porque precisamente es la
base de ese mismo futuro.
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