Hace
muy poco tiempo supe de un movimiento ¿filosófico? llamado Slow
y que uno de sus promotores es Carl Honoré de quien sé muy poco.
Sólo me llamó la atención la cierta sintonía entre lo que ellos
proponen y las cosas que vengo pensando desde que me he descubierto
hombre en los linderos de tu cuerpo. Honoré plantea que la
actualidad de alguna manera nos obliga a reconectarnos con la tortuga
interior que yace entre las múltiples cosas que, por lo visto, hay
dentro de cada quien. Vivir con sosiego en un mundo tejido con hilos
de tiempo que parece no alcanzar para nada suena, de entrada, un poco
utópico, pero, si lo vemos bien, no lo es tanto. Es un asunto de
paladear. En un texto que escribí hace tiempo sobre Nietzsche decía
que no puede existir aprecio por la vida cuando se vive de prisa,
cuando todo pasa sin que pase nada puesto que no le hemos dado tiempo
al tiempo que somos y que hacemos. No hemos aprendido –en este
mundo no creo que se pueda– a disfrutar, a paladear, a degustar, a
saborear, a relamernos con los ojos en blanco la construcción de ese
ser siendo.
El ser se construye a sí mismo o, como apuntara Sartre: es lo que
hacen de él. ¿Cómo me hacen a mí lo que soy? ¿Soy lo que han
hecho de mí? ¿Soy lo que soy porque así soy? O ¿soy la sombra de
lo que pudiera ser? Sobre estas preguntas, Nietzsche arroja sobre la
conciencia la idea de la lentitud. La lentitud para contrarrestar la
minusvalía a la que nos ha sometido la esclavitud de no tener tiempo
más que para perder el tiempo y no pensar y relajarnos en nosotros
mismos. Pensar sólo en la superficie para desechar la posibilidad de
ser pozo profundo. Pozo, espacio para que las palabras cobren la
fuerza de otra fuerza. Ser pozo profundo es no ser para todos o para
ninguno, es ser para nosotros en función del otro que es para sí
mismo. Vivificarnos a través del desenvolvimiento muy
lento
del tiempo, que está en el mundo –dirá Hermes– como en su
receptáculo, y el mundo está dentro de la eternidad.
Kundera en su libro La
Lentitud
dice que Cuando
las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada,
de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo.
Paladear, relamer lentamente. La lentitud es la vida como orgasmo
infinito. La vida para festejar el tiempo del cuerpo. Todo esto
parece tener sentido cuando recuerdo el detenido y frágil movimiento
de mi lengua sobre y dentro de tu sexo y la reacción que tu cuerpo
tiene ante ello. Comer sin prisa. Detenidos en la espesura de la
saliva que suda la lengua, de la saliva que exuda tu sexo. Detenidos
en el movimiento que parece no moverse, pero que va acumulándose en
sordos espacios de piel erizada. Comer sin prisa. Sin precipitarse.
Lento tan lento que la lengua parezca no hacer nada más que, como
dice Gonzalo Rojas, a mí se me salga la muchacha y a ti te salga yo
por la propia espontaneidad de la piel sometida a la eternidad de
chapoteo de salivas. Que la lengua flote en la ruta que divide tus
carnes mientras tú y yo crecemos en la lenta desesperación lenta
que se nos agolpa. Oscuros más oscuros. Densos más densos. Que el
tiempo se arrastre a nuestro tiempo que no tiene tiempo pues lo tiene
todo cuando en mi cuerpo se despiertan sus cuerpos en tu cuerpo.
Tu cuerpo sobre mi cuerpo
comiendo de mí sin prisa tratando de vencer la frenética rapidez de
estos 100, 200 años. Hay tiempo para recorrer entre entrada y salida
los versos del Cantar de los cantares para flauta y vihuela.
Me dejas entrar hasta la raíz del alma. Sépanlos cuantos este mi
verso vean. Me dejas salir hasta casi sentir el aire. Que te
amo. Vuelves a dejarme ingresar lánguidamente, quedamente,
perezosamente. Del amor mayor. Hasta el fondo del fondo. Hasta
el límite mórbido de tu oscuridad más íntima. Aprieto. Empuño.
Que posible sea. Comienza el paso pesado hacia afuera y otra
vez y otra vez y otra vez y otra vez. Quédate al pendiente del
cielo. Miradas enroscándose en el lento tañer de las cinturas.
Las cosas son / Las cosas van. Nos visitamos parsimoniosamente
los incendios. Dilatamos y encogemos. Te enseñaré el secreto
onomatopéyico del mundo. Torcemos y encorvamos. Daré todo a
las mesas anatómicas del masticador de entrañas. Espasmos
lentos, viscosos, espesos. Espasmos tuyos. Espasmos míos. Abriré
la puerta sumisa. Lento tan lento hasta ser rumor de barro,
fatigado deambular de insectos nocturnos. En la hora del fantasma.
Esa sonrisa tuya cuando empuño. Esta cara mía de dientes apretados.
Llamados de victoria de Stalingrado. Lento, muy lento hasta la
palidez.
Lento tan lento como aquella
vieja canción de Miguel Bosé que se arrastra sobre el tiempo como
si, luego de iniciada, no quisiera acabar nunca.
Muchas gracias por hacer correr mi voz. El nombre de mi blog cambió. Ahora se llega a él a través de la dirección eldiariodelinvisible.blogspot.com
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