divendres, 18 de novembre del 2011

¿Cada noche como si fuese la última?, H.R.Herzen


Llegar a disfrutar del sexo limpiamente, de forma natural y sin más pretensión que la de compartir un bonito momento y conocer mejor a quien te atrae de alguna manera y con quien te gusta comunicarte es un reto complejo para esta limitada sociedad, un desafío a las hermanas defensoras de la moralidad y una provocación a los siniestros represores que campan en nuestras pervertidas conciencias. (A veces también es todo lo contrario y es más fácil que escupir en la calle, pero de eso hablamos otro rato).

Aunque las experiencias sexuales nos transportan a los más diversos estados mentales, vitales y espirituales, el futuro llega antes de resolver en qué medida vas a ligar tu presente al presente de esos seres que te obnubilan la razón. Además, como siempre tenemos la disyuntiva del nunca-jamás y el para-siempre no acabamos de equilibrar el hecho de que todo tiene su fin, todo cambia y nada permanece. Y entonces, ¿cuál es el miedo? Las estadísticas nos dirían que quien no tiene miedo a perder es quien vive libremente y abre los brazos a la vida sin corsés ni cinturones de castidad. El pánico a morir es la otra cara del miedo a vivir.


Hay que insistir sin desistir: el amor ha de ser libre sin más ataduras ni compromisos que ser leal a nuestros propios sentimientos. Y resistir en la libertad más genuina, fundamento de cualquier motivación política o existencial. Si consideramos a amistades y amantes como nuestras propiedades, antes o después las perderemos por más que las amarremos. Ver a las otras personas como rayos de sol que broncean nuestro cuerpo y disfrutar con ellas nos alivia de la sensación de pérdida, abandono y similares agobios vinculados a los efectos de la propiedad. Cuando fluyes, quizá te alejarás por momentos, cambiará la relación o no sabrás nada de esa persona; sólo conservamos lo que no amarramos, porque siempre estará ahí libremente.
Dejarse llevar por el hoy, el ahora y ¡el momento justo del día perfecto! resulta un reto impostergable. La dificultad reside en mantenerse en la cresta de la ola y saber saltar a tiempo y sin daños antes de que te atropelle otra que no veías llegar.

Un truco puede ser esperar la ola llegar, subirse a su cresta y disfrutar todo lo que puedas con los malabarismos necesarios. Luego salta, zambúllete en el agua y déjate arrastrar. Vuelve a buscar tu tabla (si no tienes, siempre hay trucos como pedirla prestada después de ayudar a quien tiene a hacer un castillo de arena) y deja llegar otra ola, aquélla ya pasó. Elige el momento oportuno, ya vuelves a empezar. Cuando acaba el día o la noche sales del mar y caminas por la arena donde hay otros mundos en los que soñar. Sin remordimientos, sin tristeza, sin penas; mañana será otro día con otras olas, otros retos, otras sonrisas y otros susurros al oído.

Si te ha gustado, repetir plan suele ser buen plan: un dulce placer, un meloso bamboleo, una ocasión para detener el tiempo y flotar en el infinito. No es broma: sería capaz de dejarme morir en cualquier momento. ¿Me modero o me dejo llevar? ¿Desnudo mis sentimientos y deseos o los disimulo para no estrellarme? ¿Grito la palabra “amor” o me muerdo la lengua? ¿Rompo mi camisa o me molesta una mancha? Mirar para otro lado siempre ha sido una opción bastante aburrida y cómoda, apostar hasta el final trae sus riesgos, conflictos y golpes: ¿cada noche como si fuese la última?

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