Dejémonos por un momento de romanticismo y consideremos el mundo de las relaciones heterosexuales como un inmenso mercado, en el que se distribuyen bienes importantes como la seguridad afectiva, la satisfacción sexual o la plenitud amorosa. Hombres y mujeres actúan como oferentes y demandantes tratando de optimizar sus intereses sentimentales en competencia con los miembros de su propio género. Cosmética, vestuario, dietas, aerobic, ademanes eróticos, cirugía estética y las innumerables técnicas de seducción no son sino formas de marketing para hacer visible, enfatizar y promocionar el producto, que es uno mismo, en ese concurrido intercambio.
Hasta hace una década el mercado amoroso era rígido y poco flexible, casi socialista, interferido por una imagen machista y patriarcal de la mujer, que prescribía su castidad y excluía a las promiscuas y liberales, destinándolas a la economía sumergida. El éxito del macho consumidor no era otro que adquirir una mujer respetable, inmaculada como la virgen María, a estreno, como novia y esposa, y luego practicar con voracidad el sexo con ligeras y casquivanas en el mercado de derivados. En momentos de escasez y desabastecimiento, por fealdad o cutrez, del comprador, podía recurrirse a un producto siempre disponible, la prostituta, que configuraba un tercer mercado.
Las mujeres, asumiendo la estricta regulación machista, para no devaluarse tenían que mostrarse mojigatas y puritanas, salvo con un único comprador, renunciando, si no a su sexualidad, sí al menos a la posibilidad de disfrutar, en igualdad de oportunidades con el hombre, de un alto grado de circulación erótica. En vez de capital circulante se convertían en el pasivo financiero de un solo banco, casi un inmueble, que impedía el sobrecalentamiento de la economía y la inflación amorosa.
El hombre por su parte gozaba a manos llenas del rol de comprador, que le daba derecho a probar el género en toda su diversidad y sin cortapisas. El resultado: a cada mujer, trocada en producto sexo–afectivo, no le quedaba más remedio que atrapar cuanto antes a un buen adquiriente sin excesivas probaturas, asumiendo un riesgo subprime, casi una hipoteca basura, para evitar devaluarse, es decir, ser despreciada por el resto de consumidores como novia y esposa, y expulsada al mercado de segunda mano o vendida en una tienda de outlet como oferta exclusiva.
Pero las cosas, como indiqué, cambiaron de forma drástica en las últimas décadas. El mercado sexual se ha liberalizado. Las mujeres exigieron, en justicia, la igualdad en el bazar de los afectos, los lazos amorosos se volvieron líquidos, casi de usar y tirar, las feministas reivindicaron el derecho de toda fémina a la libertad sexual, el capitalismo amoroso logró que el sexo dejara de ser un tabú para convertirse en un deber conyugal, donde la viagra y las drogas de diseño compensaban, con un crédito a corto plazo, la falta de liquidez en testosterona.
Incluso los tres mercados se unificaron: las chicas se burlan con razón de la virginidad y se han vuelto promiscuas como los chicos, cuyos patrones amatorios tratan de imitar hasta en la histeria de los campos de fútbol. Y ni siquiera faltan universitarias decentes que presumen de sacarse un dinerillo los fines de semana vendiendo su cuerpo al por menor para pagarse unas ropitas en Zara o Versace. Son ahora las estrechas, las sexualmente poco generosas, las excluidas del mercado. También en el amor, como en las finanzas, se penaliza el ahorro. Lo que se han de comer los gusanos que lo gocen los cristianos, es el lema de este neoliberalismo sentimental.
¿A dónde quiero ir a parar con esta improvisada introducción a la economía sexual? Mi intención como comentarista amoroso es desenmascarar los riesgos que para las jóvenes mujeres genera esta aparente desregulación del actual mercado, al que acuso de ser tan machista como el anterior pero mucho más sutil, y tal vez por ello más peligroso.
Puesto que las adolescentes siguen siendo tenazmente románticas como en el viejo mercado tradicional, esperando del amor en pareja el sentido de su vida —así lo confirman los últimos estudios—, pero no pueden utilizar su reserva sexual por miedo a ser expulsadas del mercado liberalizado —al igual que a España no le es permitido utilizar la depreciación de su moneda como táctica para mejorar sus cuentas— no les queda otro remedio que competir ferozmente entre ellas para complacer al varón. Con la diferencia de que si antes las más codiciadas eran las que más se resistían, ahora las más codiciadas, en principio, son las más complacientes, las que más satisfacción producen al macho, que controla, por su menor lastre de romanticismo, el mercado.
Erigido en rey consumidor, y como siempre, promiscuo y vanidoso, el macho sigue devaluando con desdén los bienes y servicios femeninos una vez probados, con la esperanza de nuevos y más complacientes productos. Con la ventaja añadida de que ahora esos productos, envueltos en ropa sexi, ademanes provocativos y ebrios de alcohol, se exhiben para él los viernes y sábados por la noche como en el mejor anuncio de coca cola, sin que tenga siquiera que levantarse del sofá para llevarse uno a la boca. El nuevo metrosexual ya no necesita vírgenes, se ha vuelto perezoso para enseñarles, ahora las prefiere experimentadas.
Madres y esposas, mujeres adultas y libres, si queréis escuchar a este modesto analista que intenta ser fiel a lo mejor del viejo ideal de caballerosidad, oculto como un caballo de Troya en el universo masculino, os conmino a celebrar una gran asamblea de mujeres para regular con otros parámetros un mercado que degenera por momentos. Cuanto más fáciles y complacientes se vuelven ellas más chulitos y engreídos se vuelven ellos, por lo que para no ser agredidas como mercancía barata demandarán la protección de algún macho alfa con cachitas y mirada estúpida, a cambio de someterse a su control. Y ya sabéis lo que eso significa, la degradación de las relaciones amorosas al nivel sórdido de la prostitución.
Por lo que no estaría de más diseñar una nueva estrategia de pureza colectiva calculada, no basada en rancios ideales ascéticos, sino como la que se plantea en la obra de Aristófanes Asamblea de mujeres, cuando las esposas atenienses decidieron negarse a practicar el sexo para obligar a sus maridos a no ir a la guerra. El mayor poder de la mujer para concurrir en el mercado del afecto sigue siendo su capacidad para controlar su sexualidad, su menor vehemencia que no va en detrimento de su mayor potencia para el goce. Si renuncia a este poder, siguiendo las consignas neomachistas de banalización del sexo, se devalúa en beneficio de un varón —mercado tradicional— o de sucesivos varones —mercado liberal—. El machismo ha vuelto, pero vestido de lagarterana.
Esto ya lo habiamos pensado nosotras. ¡Ánimo!
ResponEliminaLa feminidad es nuestra verdadera esencia. El feminismo "ismo" es una exageración de ser mujer, lo llamaría como escribió un ecuatoriano, "la revolución machista de la mujer", que por igualarse en muchas cosas al hombre, en algunos casos se volvió promiscua, ha tenido que abandonar el hogar, porque el hombre con esta mal llamada "revolución femenina" entiende que es obligación de la mujer trabajar y él aporta menor o nada al hogar y los afectados son siempre los mas vulnerables: los niños. Deberíamos recordar nuestra verdadera esencia y aprender a vivir desde la dualidad, disfrutando nuestras diferencias como mujer/hombre y complementarnos, que es diferente a cargar el peso de mujeres u hombres inmaduros e incompletos que sueñan que la felicidad es encontrar una pareja, para mas tarde desilusionarse porque la verdadera felicidad no está fuera, esta dentro de nosotros mismos y depende de nuestras concepciones de la vida
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