De no haberse Viviana empeñado, ella habría sucumbido gustosa a las
sirenas, primero porque le gustaban y segundo porque dejar la joya
verde de país que era la tranquila Nueva Zelandia fue una hazaña
para ella. Nueva Zelandia le permitió ser quien era, dejar de fingir
que le gustaban los muchachos y no sentirse por eso olorosa a azufre,
desviada o torcida, como gustaban llamar las monjas a las niñas como
ella que por más que lo intentaban no lograban que el cine o la
literatura les hicieran añorar los apuestos mancebos enfrentándose
en duelos de espadas por sus dulcineas. Ella era romántica, pero de
otra forma. Su romanticismo se nutría de las complicidades únicas y
propias de su género, en la sincronía de alma y cuerpo que solo dos
personas del mismo sexo, dueñas del mismo aparataje físico y
mental, podían compartir. Menos mal que a estas alturas de su vida
ser gay ya no era ninguna novedad.
***
Sebastián le acariciaba la nuca cariñosamente, le ponía las gafas.
La miraba para decirle lo bien que le sentaban. Sentir sus dedos le
produjo un escalofrío sensual que la recorrió de pies a cabeza. (…)
A él le gustaba que ella ostentara sus pechos. Mis volcancitos, les
decía. Sabía que no dejaban de incomodarla e insistía en que los
luciera y disfrutara. Mirá cómo me envidian, reía cuando alguien
la quedaba viendo. La desinhibió tanto que luego a Viviana le
costaba contenerse de usar ropa sexy y de que no se la pasara la mano
en enseñar las carnes. Pero Sebastián era su principal instigador.
Gozaba sus curvas y se inclinaba ante ellas como si fueran producto
de una arquitectura anterior a todas las arquitecturas. Le describía
en detalle por qué amaba cada pliegue de su sexo, cada curva de sus
nalgas, cada doblez de sus orejas. Ella había tenido otros hombres
antes de conocerlo, pero fue él quien le descubrió los intrincados
pasadizos de su cuerpo.
Sobre ella se convertía en colibrí, en delicado perro faldero, en
delfín. Sus manos de dedos largos, su boca, la recorrían cada vez
como si quisiese aprendérsela de memoria, grabarla en sus papilas y
en sus huellas digitales.
Dudaba de que existiera en el mundo una capacidad de ternura
semejante a la de él, con una intuición casi femenina para saber
que un cuerpo de mujer no responde ni se abre ante la rudeza, que
mientras más suave la caricia más desmedida será después la
pasión de la potranca que cabalgará.
***
¿Cómo se resignaba uno a no vivir, a no sentir jamás hambre,
morder un bistec, comerse un helado? El cuerpo, los sentidos, ¿cómo
sería carecer de ellos? ¿Qué cielo podría existir sin tocar, ver.
Oler, escuchar, sentir la lengua del ser amado en la cavidad de la
boca, sentir la piel de otro restregarse contra la propia, oír en la
noche, entre las sábanas, el suave gemido del placer que uno
brindaba a otro ser humano?
***
La tomó de la mano, la llevó al balcón y allí mismo le dio un
beso tan largo que cuando la soltó, ella perdió el equilibrio.
Rieron. Él la abrazó, la pegó contra él, le metió la nariz en el
pelo. Abrazados miraron al mar. (…)
Hacía mucho que Viviana no estaba con un hombre. El abrazo de Emir
lanzó su sangre al galope. Sintió la peculiar sensación de deseo
en el vientre. Él no la soltaba. Abrazada la llevó hasta la cama.
Ella se sentó al borde. Él le quitó el saco. Le bajó una de las
hombreras de la blusa, le besó levemente los hombros. ¿Cuál sería
su ponencia? (…) Hablemos mejor mañana, dijo ella riéndose
bajito, totalmente expuesta, las mejillas ardiendo, la piel despierta
de principio a fin. Como quieras, dijo él empujándola suavemente
hasta dejarla horizontal sobre la cama, besándole las piernas, las
rodillas, lentamente haciendo camino hasta su entrepierna donde se
perdió goloso, reconociéndola despacio, dibujando el anturio de su
sexo suavemente en círculos, suave y pacientemente, con una
delicadeza magnífica que ella asimiló casi sin moverse, temerosa de
cortar el ritmo lento y perezoso de sus movimientos que a ella le
recordaron, por alguna razón, el pan con mantequilla, la jalea,
todas las delicias y los manjares de la vida. Finalmente él apuró
el paso, el colibrí picoteó rápido y leve la flor más escondida y
con un gemido ella se arqueó mientras el temblor del orgasmo la
recorría de punta a punta.
Viviana se asombró de lo fácil que fue para ambos cruzar las
tramposas puertas de la intimidad. Igual que ella, Emir tenía una
relación muy libre y feliz con su cuerpo y una vocación nativa para
el placer. Como viejos amantes que algún infortunio hubiese
separado, o como las mitades que los antiguos imaginaron se buscarían
incesantemente, se reencontraron en la ternura y en el deseo. Menos
mal que la casa permanecía sola durante la noche y no hubo que
preocuparse ni por carcajadas ni gemidos. Hacía mucho que ella no se
reía con abandono de niña. Hicieron el amor en cada cama de la
casa, cuyas habitaciones él insistió en mostrarle. (…) Desnudos
anduvieron por pasillos, subieron y bajaron escaleras.
***
A falta de limbo, se preguntó, lógicamente, si estaría en el
infierno. La oscuridad era densa, pero lo descartó. No sería justo,
se dijo. No era que su vida fuera impecable, pero segura estaba de no
merecer un castigo eterno, a menos que el más allá repitiera las
injusticias del más acá. Sí que había tenido una época
promiscua, antes de conocer a Sebastián, pero de esas acostadas
pasajeras solo se arrepentía de unas cuantas, y no por
consideraciones morales, sino porque los hombres no habían valido la
pena. Un ejercicio de cama mal llevado no era una pérdida de tiempo,
sino un engorro: eso de tener que hacer de policía de tránsito
porque el otro ni siquiera atinaba a dirigir bien su vehículo. Por
favor. O los enormes y mal hablados que no contentos con el tamaño
extra large, tenían que demostrar que eran machos hablando como
gente del hampa en la cama. O los que ni se percataban de que, aunque
el tamaño era lo de menos, no era mala idea a veces compensar. Gajes
del oficio de andar buscando al elegido. Ni modo. Tal vez había
causado penas inmerecidas a alguno cuando le dio por varios la mismo
tiempo. Se arrepentía, pero no era para irse al infierno.
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