dimarts, 4 de setembre del 2012

El país de las mujeres (Fragmentos), Gioconda Belli


De no haberse Viviana empeñado, ella habría sucumbido gustosa a las sirenas, primero porque le gustaban y segundo porque dejar la joya verde de país que era la tranquila Nueva Zelandia fue una hazaña para ella. Nueva Zelandia le permitió ser quien era, dejar de fingir que le gustaban los muchachos y no sentirse por eso olorosa a azufre, desviada o torcida, como gustaban llamar las monjas a las niñas como ella que por más que lo intentaban no lograban que el cine o la literatura les hicieran añorar los apuestos mancebos enfrentándose en duelos de espadas por sus dulcineas. Ella era romántica, pero de otra forma. Su romanticismo se nutría de las complicidades únicas y propias de su género, en la sincronía de alma y cuerpo que solo dos personas del mismo sexo, dueñas del mismo aparataje físico y mental, podían compartir. Menos mal que a estas alturas de su vida ser gay ya no era ninguna novedad.

***

Sebastián le acariciaba la nuca cariñosamente, le ponía las gafas. La miraba para decirle lo bien que le sentaban. Sentir sus dedos le produjo un escalofrío sensual que la recorrió de pies a cabeza. (…) A él le gustaba que ella ostentara sus pechos. Mis volcancitos, les decía. Sabía que no dejaban de incomodarla e insistía en que los luciera y disfrutara. Mirá cómo me envidian, reía cuando alguien la quedaba viendo. La desinhibió tanto que luego a Viviana le costaba contenerse de usar ropa sexy y de que no se la pasara la mano en enseñar las carnes. Pero Sebastián era su principal instigador. Gozaba sus curvas y se inclinaba ante ellas como si fueran producto de una arquitectura anterior a todas las arquitecturas. Le describía en detalle por qué amaba cada pliegue de su sexo, cada curva de sus nalgas, cada doblez de sus orejas. Ella había tenido otros hombres antes de conocerlo, pero fue él quien le descubrió los intrincados pasadizos de su cuerpo.
Sobre ella se convertía en colibrí, en delicado perro faldero, en delfín. Sus manos de dedos largos, su boca, la recorrían cada vez como si quisiese aprendérsela de memoria, grabarla en sus papilas y en sus huellas digitales.
Dudaba de que existiera en el mundo una capacidad de ternura semejante a la de él, con una intuición casi femenina para saber que un cuerpo de mujer no responde ni se abre ante la rudeza, que mientras más suave la caricia más desmedida será después la pasión de la potranca que cabalgará.

***

¿Cómo se resignaba uno a no vivir, a no sentir jamás hambre, morder un bistec, comerse un helado? El cuerpo, los sentidos, ¿cómo sería carecer de ellos? ¿Qué cielo podría existir sin tocar, ver. Oler, escuchar, sentir la lengua del ser amado en la cavidad de la boca, sentir la piel de otro restregarse contra la propia, oír en la noche, entre las sábanas, el suave gemido del placer que uno brindaba a otro ser humano?

***

La tomó de la mano, la llevó al balcón y allí mismo le dio un beso tan largo que cuando la soltó, ella perdió el equilibrio. Rieron. Él la abrazó, la pegó contra él, le metió la nariz en el pelo. Abrazados miraron al mar. (…)
Hacía mucho que Viviana no estaba con un hombre. El abrazo de Emir lanzó su sangre al galope. Sintió la peculiar sensación de deseo en el vientre. Él no la soltaba. Abrazada la llevó hasta la cama. Ella se sentó al borde. Él le quitó el saco. Le bajó una de las hombreras de la blusa, le besó levemente los hombros. ¿Cuál sería su ponencia? (…) Hablemos mejor mañana, dijo ella riéndose bajito, totalmente expuesta, las mejillas ardiendo, la piel despierta de principio a fin. Como quieras, dijo él empujándola suavemente hasta dejarla horizontal sobre la cama, besándole las piernas, las rodillas, lentamente haciendo camino hasta su entrepierna donde se perdió goloso, reconociéndola despacio, dibujando el anturio de su sexo suavemente en círculos, suave y pacientemente, con una delicadeza magnífica que ella asimiló casi sin moverse, temerosa de cortar el ritmo lento y perezoso de sus movimientos que a ella le recordaron, por alguna razón, el pan con mantequilla, la jalea, todas las delicias y los manjares de la vida. Finalmente él apuró el paso, el colibrí picoteó rápido y leve la flor más escondida y con un gemido ella se arqueó mientras el temblor del orgasmo la recorría de punta a punta.

Viviana se asombró de lo fácil que fue para ambos cruzar las tramposas puertas de la intimidad. Igual que ella, Emir tenía una relación muy libre y feliz con su cuerpo y una vocación nativa para el placer. Como viejos amantes que algún infortunio hubiese separado, o como las mitades que los antiguos imaginaron se buscarían incesantemente, se reencontraron en la ternura y en el deseo. Menos mal que la casa permanecía sola durante la noche y no hubo que preocuparse ni por carcajadas ni gemidos. Hacía mucho que ella no se reía con abandono de niña. Hicieron el amor en cada cama de la casa, cuyas habitaciones él insistió en mostrarle. (…) Desnudos anduvieron por pasillos, subieron y bajaron escaleras.

***

A falta de limbo, se preguntó, lógicamente, si estaría en el infierno. La oscuridad era densa, pero lo descartó. No sería justo, se dijo. No era que su vida fuera impecable, pero segura estaba de no merecer un castigo eterno, a menos que el más allá repitiera las injusticias del más acá. Sí que había tenido una época promiscua, antes de conocer a Sebastián, pero de esas acostadas pasajeras solo se arrepentía de unas cuantas, y no por consideraciones morales, sino porque los hombres no habían valido la pena. Un ejercicio de cama mal llevado no era una pérdida de tiempo, sino un engorro: eso de tener que hacer de policía de tránsito porque el otro ni siquiera atinaba a dirigir bien su vehículo. Por favor. O los enormes y mal hablados que no contentos con el tamaño extra large, tenían que demostrar que eran machos hablando como gente del hampa en la cama. O los que ni se percataban de que, aunque el tamaño era lo de menos, no era mala idea a veces compensar. Gajes del oficio de andar buscando al elegido. Ni modo. Tal vez había causado penas inmerecidas a alguno cuando le dio por varios la mismo tiempo. Se arrepentía, pero no era para irse al infierno.

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