Amar significa conceder al otro, con
nuestro total consentimiento, plenos poderes sobre nosotros,
significa volverse dependiente de sus caprichos, ponerse bajo la
férula de un déspota tan antojadizo como encantador. Con una
palabra, con un mero súbito cambio, el amado puede hacerme tocar el
cielo o morder el polvo. Encadenarse a aquel o aquella del cual ya
nada se saber a fuerza de adoración significa colocarse en estado de
vulnerabilidad, descubrirse desnudo, cautivo, sin defensa. El ser
amado no sólo se transforma en un extraño a medida que nuestras
relaciones ganan en intimidad; representa sobre todo la posibilidad
del éxtasis pero también del hundimiento. Escucharlo, venerarlo,
esperarlo significa someterse a un veredicto absoluto: soy admitido o
rechazado. De la persona que nos es más querida podemos por lo tanto
temer lo peor: su pérdida o su huida significarían mutilación de
una parte esencial de uno mismo. El amor nos redime del pecado de
existir: cuando fracasa nos aplasta con la gratuidad de esa vida. Lo
atroz del sufrimiento amoroso estriba en ser castigado por haber
querido colmar al otro con todo el bien posible amándolo; se trata
de un castigo no por una falta, sino por una ofrenda rechazada. Y el
no que reciben quienes suspenden en el amor no admite apelación; no
pueden acusar a nadie más, son devueltos a su propio desamparo.
Existe por supuesto una felicidad de
amar, una felicidad del codo a codo, de la complicidad, de las
adversidades compartidas, una felicidad de poder desprenderse de la
propia imagen y de entregarse con toda confianza al otro, pero en una
felicidad que contiene los gérmenes de su propia destrucción si
degenera en calma dominical. Es indudable que siempre se puede
desalojar al otro de su posición eminente y a fuerza de vida
compartida hacer que se vuelva previsible, tan familiar como un
mueble o una planta. Pero se trata de un triste progreso y en
nuestras relaciones oscilamos entre el miedo de no comprender al otro
y la desesperación de conocerlo demasiado bien. El ser amado nos
inflige una primera herida cuando nos parece pletórico de una
energía intensa y fascinante que nos agotamos tratando de de seguir
o de prever. Hay una segunda herida que es fruto de la excesiva
transparencia de un otro demasiado humano, demasiado previsible que,
al perder su soberbia, su fiereza, también ha perdido todo su sabor.
En este ámbito la victoria no se distingue de la derrota y se oscila
constantemente entre la violencia de lo desconocido y el aplacamiento
de lo demasiado bien conocido. En un caso el otro se me escapa y
trato desesperadamente de darle alcance, en el otro, me escapo yo en
la medida en que se ha vuelto accesible, se ha integrado en el curso
normal de mi existencia. Estaba arrebatado, no me pertenecía, estaba
dividido; ahora me vuelvo a encontrar, me recupero. Pero, cambiando
la debilidad por la seguridad, también he perdido un tumulto
necesario, pues el peor de los horrores es sobrevivir en pareja
inmerso en un automatismo apacible. Una vez resuelto el persistente
enigma que representa, el otro se banaliza: lo he amaestrado tan bien
para no sufrir más por su alejamiento excesivo que ahora padezco el
estorbo de su proximidad. Todavía ayer me parecía ausente, incluso
en el momento de la más estrecha conjunción carnal, y vivía con el
terror de que me abandonara; ya ahora se ha vuelto previsible,
reducido a la mecánica de un «cariño» que ha absorbido toda
capacidad de sorprenderme.
Todos nuestros amores no son
desdichados, por supuesto, pero todos son atormentados por el
espectro de su extinción. No hay pues solución para el sufrimiento
amoroso: como insomnes, nos limitamos a cambiar de costado, a oscilar
entre la tristeza del desgarro y la de la monotonía, entre la
felicidad como tensión y la felicidad como apaciguamiento. No hay
arrebato pasional que no esté alimentado por la inquietud y el amor
no es más que un estado de dolor eufórico, tan intolerable como
divino. Ésa es su paradoja: es una angustia generadora de goce, una
servidumbre maravillosa, un mal delicioso cuya desaparición nos
aniquila. Quien no asuma el riesgo de sufrir es incapaz de amar.
Ningún sexo posee el privilegio del deslumbramiento y de la
desesperación; la especialización aguda de la sensibilidad sobre un
ser se acompaña de tantas dudas como de deleites. Amar significa
vivir la alianza indisoluble del terror y del milagro.
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