Se ha discutido mucho sobre el rasgo específico que define la condición humana: la risa, la razón, la tecnología, el lenguaje. Probablemente todas estas tesis tienen fundamento, como también las que pretenden retener hacia abajo las pretensiones olímpicas de la humanidad o borrar hacia arriba la escala evolutiva de los primates. Pero permítaseme la provocativa y paradójica afirmación de que existe una diferencia neta, presupuesto de todas las demás, donde menos se la buscaría o donde nadie querría en realidad hallarla: lo que distingue al ser humano de los animales -digamos- son los genitales.Los mitos cuentan como peripecia lo que es duración; como metamorfosis lo que es evolución. Adán y Eva pastaban en el Paraíso como cuadrúpedos felices; correteaban cabizbajos buscando las hierbas más apetitosas, sin penas ni cuidados, y la luz del relámpago y el estrépito del trueno les llegaban de soslayo, resplandor y eco, sombra y timbal, desde un lugar que permanecía siempre a sus espaldas. No bostezaban, no deseaban, no morían. Hasta que un día el mayor arrojo y curiosidad de Eva guió a la pareja hasta una planta desconocida; no se sabe qué diablos comieron, pero lo cierto es que, como ocurre en tantos cuentos y leyendas, este alimento mágico provocó en ellos una fulminante transformación. Hay que tener siempre cuidado con lo que se come. Así el banquete de Circe convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises; así las rosas de Isis deshicieron el hechizo que había transformado en asno a Lucio; así la galleta que mordisqueó Alicia aumentó y disminuyó el tamaño de su cuerpo.
Pues bien, Adán y Eva, a fuerza de comer la nueva planta, cambiaron de pronto de postura. Es decir, se pusieron de pie y, al hacerlo, descubrieron -se descubrieron recíprocamente- los genitales. Pero mientras se ponían de pie, al adoptar la posición erecta, la tierra se dio la vuelta, se enderezó también o volcó -qué vértigo- en torno a esta verticalidad violenta. Y al mismo tiempo que se desnudaban por primera vez uno frente al otro, el cielo giró y giró hasta situarse no detrás de sus cabezas -como hasta entonces- sino delante de sus ojos. Mediante este cambio de postura, todo quedó a la vista, un mundo -cómo decirlo- despellejado o desollado: la obscenidad radical del sexo y la obscenidad radical de las estrellas. Lo que los cristianos llaman “caída” fue, en realidad, un ponerse-de-pie o un levantarse-sobre-los-dos-pies.
Conocemos el resto: Adán y Eva se vieron, se desearon, se murieron. El descubrimiento de los genitales -inseparable de la visión del firmamento- abre para siempre un doloroso abismo entre el animal que se ha dejado atrás y el humano que no se acaba de formar. Desde entonces todo está fuera de escena; todo es obsceno. Así el misántropo Leopardi -en su famoso Canto nocturno de un pastor errante de Asia- pregunta a su rebaño: “¿por qué si yace a su placer, ocioso, se calma el animal/ y en cambio yo, cuando reposo, sucumbo al tedio mortal?”. Y mientras sus ovejas dormitan cabizbajas, con el sexo y el cielo oculto por sus lomos, pregunta también a las estrellas: “¿para qué tanta belleza?”.
El ser humano es el único animal que puede contemplar por igual -tras este cambio de postura- su sexo y el universo. Lo primero que uno descubre en sí mismo, con disgusto o con placer, como identidad o como intrusión, no es la “ley moral”, como quería Kant, sino los propios genitales: al alcance de la vista y de la mano, en el centro mismo del cuerpo, reclamando una atención tan grande y tan intensa -en contraste con su tamaño- como solo la reclaman los tumores y las heridas. La salud es el cuerpo “en el silencio de los órganos”, decía el cirujano René Leriche, y son los genitales, que cuchichean cuando no chillan, los que nos mantendrán incurablemente enfermos. Es normal que en torno a esta inextirpable espina se hayan edificado tantos cultos y tantas aberraciones y es normal también, al revés, que tantas relaciones de poder inicuas se hayan fundado o hayan acabado en una supremacía genital que invierte precisamente la jerarquía humana de la epifanía cósmica: pues la vagina es madre de todos mientras que el pene es sólo su propio hijo. Y es normal, por ello, que la lucha contra el patriarcado se plantee al mismo tiempo como una desfalización de la historia y una civilización del falo.
Estamos atados a la muerte por los genitales. Y cuando levantamos la cabeza, para aliviarnos de ellos, nos atamos a la muerte con la mirada. Esa postura nueva, fruto de una intoxicación alimentaria o de una mala digestión, sitúa en el mismo eje visual el sexo y las estrellas, de manera que los genitales y los astros se citan y se combaten sin parar. Sólo se puede levantar la vista hacia el cielo desde los genitales descubiertos -expuestos- en la postura erecta, pero ese gesto abre la posibilidad, en persiana o abanico, de contemplar el mundo no desde nuestro propio cuerpo sino desde el cielo común: es ahí donde el ser humano atisba, lejos del tacto, la ley moral, la ciencia y esa mortalidad compartida que llamamos “política”. ¿Qué revela la estampa cursilísima y banal de los amantes cogidos de la mano bajo la luna? Que la felicidad se encuentra en alguna forma de intersección visual-genital -donde se hace sensible el en kai pan revelado y escamoteado por nuestra condición bípeda- y que la felicidad, por eso mismo, es imposible y además peligrosa. Si encontrásemos los medios materiales (y quizás estamos a punto de alcanzarlos) para convertir la persiana o el abanico -el despliegue de la cola del pavo real- en un instante total, en una dilatación sin duración, habríamos derrotado, junto a la ley severa del mundo, el mundo mismo con todas sus ventanas y perspectivas.
Tenemos dos raíces. Una de nuestras raíces es una úlcera y no nos la podemos arrancar; la otra raíz es una lejanía y no la podemos alcanzar. Estas raíces no se pueden soldar, sólo desplegar y a veces entrelazar, pero, ¿se pueden erradicar? Se dirá que contra los genitales sí se puede luchar; que esa espina sí se puede extirpar. En el caso de los hombres se llama castración; en el caso de las mujeres cliteroctomía, lo que le da un aire más aséptico e inocente, casi quirúrgico y terapéutico. En los dos casos se trata de una brutal mutilación. Ha sido, como sabemos, una “solución” practicada por distintas culturas para tratar de construir desde la libertad más fanática cuerpos sin confusión posible que no amenazasen a los bípedos machos; la “libertad de mutilación” ha sido siempre, sin duda, un asunto masculino, el de un constructivismo patriarcal, y radical, en permanente combate contra los genitales y contra las estrellas. Pero este constructivismo masculino sólo revelaba una y otra vez hasta qué punto los dos términos se inscriben en el mismo eje visual y se solicitan de forma metonímica. Freud y Edipo acuden enseguida a la memoria: nublada su visión por el deseo de su madre, cuando reconoce por fin a Yocasta, el hijo de Layo no se arranca los genitales sino los ojos. En el orden inverso, a los eunucos encargados de la gestión de los harenes se les arrancaba los genitales para cegarlos; y las mujeres del sultán se exhibían ante ellos, en efecto, como si fuesen ciegos. Si hay que civilizar los genitales -y no el bazo o el riñón- es porque se trata de órganos incurables sin los cuales, sin embargo, el misterio del universo, que no depende de ellos, dejaría de comprometernos y reclamarnos (por parafrasear una cita de Benjamin).
Creo que hay una diferencia entre la civilización del falo y la desgenitalización del mundo. No hay una desgenitalización progresista o liberadora del sexo porque no hay nada progresista o liberador en el sexo, y menos aún en liberarse de él. Tenemos dos raíces. Una de nuestras raíces es una úlcera y no nos la podemos arrancar; la otra raíz es una lejanía y no la podemos alcanzar. Que los genitales sean incurables y las estrellas inalcanzables garantiza que en cualquier otro mundo posible -incluso en el mejor imaginable, sin patriarcado ni capitalismo- seremos fundamentalmente desgraciados y fundamentalmente incompletos. Veremos, desearemos, moriremos. Lo importante es que nada ni nadie nos obligue a bajar de nuevo la cabeza.
Fuente: Revista Bostezo nº 7 (http://www.revistabostezo.com/)
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