Se
dice que el amor desata nuestras más bajas pasiones. Y es que cuando
nos enamoramos solemos mostrar nuestra cara más amable, visibilizamos
nuestras virtudes con más alegría, exhibimos nuestras bondades para
agradar a la persona a la que deseamos conquistar. Sonreímos mucho, nos
mostramos generosos/as, nos mostramos hospitalarios/as y con ganas de
ayudar… pero esta actitud no dura para siempre. Curiosamente, los amores
pasionales también sacan a la luz nuestros miedos, nuestra cobardía,
nuestra dificultad para ser sinceros/as, y a menudo nos hacen caer en
los actos más viles y las miserias más humillantes. Lo que jamás
haríamos a un amigo o amiga, sí se lo hacemos a los amantes. Podemos
hablar de la importancia de la paz mundial, pero tener una verdadera
guerra infernal en casa.
Y es que a menudo no nos relacionamos desde el amor, sino en base a
luchas de poder para dominar o someterse al otro. Esto nos hace
“guerreros” de una batalla en la que todos salimos heridos, porque a
menudo nos hacemos daño a diario y apenas nos damos cuenta de que
convertimos el mal trato en algo cotidiano. Mucha gente hace uso de su
veneno para maldecir al amante que nos traiciona, para convertir el
miedo en odio, para dominar al otro o para mostrarle nuestro más
profundo desprecio. Un amante despechado puede ser terrible si no se
controla a sí mismo: puede ser violento, egoísta, cruel. Cuando no somos
correspondidos, o cuando nos abandonan, es frecuente que nos invada un
victimismo egoísta que se traduce en cascadas de dolientes reproches
hacia nuestro objeto de deseo. Nos cuesta entender que no nos amen del
mismo modo y con la misma intensidad que nosotros amamos, nos hiere la
indiferencia del otro o la otra hacia la
pureza de nuestras
emociones, nos parece que siempre estamos en desventaja y nos sentimos
como muñecos de trapo en manos de nuestro amada, completamente a merced
de su santa voluntad.