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Éste es el día de la tía Farida. En
la cesta de palma trenzada ponía un botella de agua, peras, una
sandía pequeña, una piedra pómez, el guante negro para las
fricciones y su frasco de perfume de color azul, las ropas limpias y
la pastilla de jabón de cardamomo. Íbamos al hamam.
En la primera sala no hacía mucho
calor. Niñas y mujeres secándose el pelo y las
extremidades. La algarabía del gritar iraquí y los aullidos de las
más ancianas. Mujeres que se dan masajes unas a otras. Cuando entras
a la segunda sala, aumenta el chapoteo del vapor. Allí verás el
susurro de los cuerpos barnizados de calor, agua y sudor. Jadeos
entrecortados y chillidos que rasgan los tanques de agua. Las
fronteras están abiertas en los baños iraquíes, y la única lengua
que sirve para comunicarse es el tacto.
Todo se desliza ante tus ojos. Las
manos te asen, te enredan entre sus muslos, te desanudan las trenzas,
te empapan de agua, te enjabonan y vierten sobre ti cazos de agua
caliente, aúllas. Me cepillan el pelo. Muero entre las manos de esas
mujeres, la espuma de jabón ciega mis ojos. La tía Farida suspira y
se inclina sobre sus rodillas. Sus pechos me introducen en un estado
de sopor, sus pechos, el jabón, el vapor y todo ese estrépito. Me
enrosca entre sus muslos y me extiende las piernas. Tiene el pelo
mojado, largo, suelto, ligero y suave. Te rindes, te duermes, tu piel
ya está vacía, vacía de sus secretos, la suciedad también es un
secreto.
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