Nací en 1969. Fui a un colegio mixto.
Supe desde los primeros cursos que la inteligencia escolar de los
niños era la misma que la de las niñas. Llevé minifalda sin que
nadie de mi familia se preocupara por mi reputación frente a los
vecinos. Empecé a tomar la píldora a los 14 años sin más
complicación. Follé desde que tuve la primera ocasión, me gustaba
muchísimo en esa época y, veinte años después, el único
comentario que se me ocurre al respecto es: «mejor para mí».
Me fui de casa a los diecisiete años y tuve derecho a vivir sola sin
que nadie pudiera decirme nada. Siempre he sabido que trabajaría,
que no estaba obligada a soportar la compañía de un hombre para que
me pagara el alquiler. Abrí una cuenta corriente a mi nombre sin ser
consciente de que pertenecía a la primera generación de mujeres que
podían hacerlo sin depender de su padre o de su marido. Empecé a
masturbarme bastante tarde, pero ya conocía la expresión después
de haber leído libros muy claros sobre la cuestión: no era un
monstruo social porque me masturbaba, en todo caso, lo que hacía con
mi coño era asunto mío.
Me he acostado con cientos de tíos y nunca
me he quedado embarazada y, de todos modos, sabía donde abortar, sin
necesidad de autorización, sin poner mi vida en peligro. He sido
puta, me he paseado por la ciudad con tacones altos y escotes largos
sin rendir cuentas a nadie, cobraba y me gastaba cada céntimo que
ganaba. He hecho auto-stop, me violaron, y después volví a hacer
auto-stop. Escribí un libro que firmé con mi nombre de mujer,
sin imaginarme por un segundo que cuando fuera publicado vendrían a
recitarme la cartilla de todas las fronteras que no debo cruzar. Las
mujeres de mi edad son las primeras que pueden vivir una vida sin
sexo, sin tener que entrar en un convento. El matrimonio forzado se
ha vuelto insólito. El deber conyugal ha dejado de ser una
evidencia. Durante años, estuve a millones de kilómetros del
feminismo, no por falta de solidaridad o de conciencia, sino porque,
durante mucho tiempo, ser del sexo femenino no me impedía hacer gran
cosa. Como tenía ganas de vivir una vida de hombre, he vivido una
vida de hombre. Y es que la revolución femenina ha ocurrido. Basta
de contarnos que antes estábamos más satisfechas. Los horizontes se
han ampliado, nuevos territorios se han abierto radicalmente, hasta
tal punto que hoy nos parece que siempre ha sido así.
***
Las
mujeres ganaríamos pensando mejor en las ventajas del acceso de los
hombres a una paternidad activa, más que aprovecharse del poder que
les confiere políticamente la exaltación del instinto maternal. La
mirada del padre sobre el niño constituye una revolución en
potencia. Los padres pueden hacer saber a sus hijas que ellas tienen
una existencia propia, fuera del mercado de la seducción, que poseen
fuerza física, espíritu emprendedor e independiente, y pueden
valorarlas por esta fuerza sin miedo a un castigo inmanente. Pueden
hacer saber a sus hijos que la tradición machista es una trampa, una
restricción severa de las emociones al servicio del ejército y el
Estado.
Porque la virilidad tradicional es una maquinaria tan mutiladora como lo es la asignación a la feminidad. ¿Qué es lo que exige ser un hombre, un hombre de verdad? Reprimir sus emociones. Acallar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de su vulnerabilidad. Abandonar la infancia brutal y definitivamente. Estar angustiado por el tamaño de la polla. Saber hacer gozar sexualmente a una mujer sin que ella sepa o quiera indicarle cómo. No mostrar debilidad. Amordazar la sensualidad. Vestirse con colores discretos, llevar siempre los mismos zapatos de patán, no jugar con el pelo, no llevar muchas joyas y nada de maquillaje. Tener que dar el primer paso, siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar sus orgasmos. No saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, incluso si no se tienen ganas. Valorar la fuerza sea cual sea tu carácter. Mostrar la agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Tener éxito socialmente para poder pagarse las mejores mujeres. (...) Privarse de su feminidad, del mismo modo que las mujeres se privan de su virilidad, no en función de las necesidades de una situación sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo.
De tal modo que las mujeres ofrezcan siempre los niños a la guerra y los hombres acepten ir a dejarse matar para salvaguardar los intereses de tres o cuatro cretinos de miras cortas.
Porque la virilidad tradicional es una maquinaria tan mutiladora como lo es la asignación a la feminidad. ¿Qué es lo que exige ser un hombre, un hombre de verdad? Reprimir sus emociones. Acallar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de su vulnerabilidad. Abandonar la infancia brutal y definitivamente. Estar angustiado por el tamaño de la polla. Saber hacer gozar sexualmente a una mujer sin que ella sepa o quiera indicarle cómo. No mostrar debilidad. Amordazar la sensualidad. Vestirse con colores discretos, llevar siempre los mismos zapatos de patán, no jugar con el pelo, no llevar muchas joyas y nada de maquillaje. Tener que dar el primer paso, siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar sus orgasmos. No saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, incluso si no se tienen ganas. Valorar la fuerza sea cual sea tu carácter. Mostrar la agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Tener éxito socialmente para poder pagarse las mejores mujeres. (...) Privarse de su feminidad, del mismo modo que las mujeres se privan de su virilidad, no en función de las necesidades de una situación sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo.
De tal modo que las mujeres ofrezcan siempre los niños a la guerra y los hombres acepten ir a dejarse matar para salvaguardar los intereses de tres o cuatro cretinos de miras cortas.
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