divendres, 13 de juliol del 2012

Uno para todos, todos para uno. En defensa del poliamor, I; Juan Antonio Negrete



Imaginemos una sociedad en la que, por razones que nadie o casi nadie conociera, estuviese tradicionalmente establecido, y sancionado por la ley, que cada progenitor (madre o padre) no pudiera tener más de un hijo simultáneamente. Aunque se sabría de épocas arcaicas y sociedades (de las que esa sociedad, además, se consideraría heredera en aspectos esenciales) en las que no se veía mal, sino al contrario, cuidar y educar simultáneamente a varios hijos, en nuestra sociedad imaginaria eso se vería como contranatural, por varias razones, tanto de utilidad como morales (de respeto…). Es mucho más fácil, se diría, criar a solo uno que a varios, así que los hijos múltiples sufren un agravio, comparados con los hijos únicos; además, no es posible amar simultáneamente a dos personas por igual y en el mismo aspecto, así que los hijos únicos son, caeteris paribus, más amados y cuidados que los numerosos; es inconcebible que si uno ama a su hijo pueda siquiera imaginarse amando, cuidando y besando a otro; etc.


Algunas personas de esa sociedad imaginaria tendrían, sí, hijos paralelos (porque pocos conseguirían mantenerse “puros” al respecto), pero los tendrían furtivamente. No los podrían reconocer legalmente (aunque ellos, y sus co-progenitores se lo pedirían encarecidamente), y sería muy mal visto socialmente.
Si un padre o una madre de esa sociedad anunciase a su hijo (de, pongamos, ocho, diez, doce o quince años), que iba a ser padre o madre otra vez (que estaba embarazada, por ejemplo), la reacción “natural” del hijo, alimentada continuamente por la cultura de toda su sociedad, sería la de sentirse traicionado y celoso, además de maldito para su sociedad. En vano la madre o el padre le dirían que el nuevo hijo será una compañía y amistad para él, o que su llegada no significará la menor merma de amor paterno porque “el amor no se divide, sino que se multiplica”. El hijo único (cosa que sería casi un pleonasmo en esa sociedad) replicaría que, para compañía, ya tiene amigos, y se los busca él, con los cuales no está obligado a compartir lo que no quiera; y que es imposible amar y atender a dos personas igual que a una sola.

 Sin embargo, igual que aunque tenemos por naturaleza tanto tendencias violentas como empáticas, intentamos (salvo en circunstancias adversas excepcionales) fomentar las segundas y reprimir las primeras, de manera análoga, aunque todos tenemos una cierta tendencia natural a la exclusividad y también nuestros hijos tienen a veces celos por los hermanos, y aunque conocemos los ejemplos de especies donde unas crías “eliminan” a sus hermanos (y hasta es habitual que ocurra esto en la placenta de la madre humana), etc., nosotros, sin embargo, en nuestra sociedad no monofílica, potenciamos más bien los sentimientos filiales y reprimimos los celos entre hermanos, y consideramos, en general, una bendición la familia numerosa (en hijos).

En cambio, aunque existen sociedades (con algunas de las cuales, como la hebrea antigua, buena parte de nuestra sociedad se siente espiritualmente filiada) y casos de especies animales en las que está instituida y sancionada la familia múltiple (de progenitores), y aunque la familia absolutamente monogámica conoce bastantes excepciones, no obstante en nuestra sociedad se considera muy mayoritariamente como casi monstruosa la posibilidad del Poliamor Contra ella se aducen (si es que siquiera se aviene a considerarla) tanto razones de utilidad como de respeto. ¿Qué hay de diferente en el caso del amor filial y el del amor conyugal, para que los argumentos que son blancos en el caso del hijo, sean negros en el caso de la “pareja”, y viceversa? ¿Cuáles son los argumentos para la bondad del Mono-amor?

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Voy a precisar, primero, cómo entenderé, en esta discusión, el término Poliamor. En pocas palabras, el poliamor, tal como lo voy a usar aquí, es la pluralidad de relaciones amorosas simultáneas, conocidas, consentidas y aprobadas moralmente por los implicados.

Pero es necesario hacer las siguientes matizaciones o precisiones:

El poliamor no es, por una parte, lo mismo que la poligamia, en cuanto la poligamia es una institución que, en muchos lugares donde ha existido o existe, si no en todos, tiene poco que ver quizás con el amor, y sí más con unas relaciones familiares propias de morales arcaicas, donde, por ejemplo, las mujeres son casi propiedad del varón, o tienen una relación jurídica de pseudo-personas. 

Sin embargo, en cierto sentido el poliamor, tal como lo voy a entender aquí, es una forma de “gamia” o relación conyugal, en el sentido de que pertenece a ese ámbito general de relaciones humanas orientadas al mantenimiento de un “hogar”, con hijos a los que se cría y educa, es decir, a la Familia.

La otra confrontación a la que hay que someter al poliamor es con las relaciones “puramente” sexuales. El poliamor no es un tipo de relaciones sexuales por número, ni pertenece al ámbito del “erotismo”, sino al del amor y la relación conuygal. Pero, desde luego, el poliamor no es ni puede ser asexuado. A diferencia de las relaciones de “mera” amistad, donde el sexo es un extraño (aunque no tiene por qué ser incompatible), las relaciones poliamorosas son “amorosas” en el sentido restringido en que lo son las relaciones conyugales habituales, es decir, intrínsecamente sexualizadas, lo que no significa, sino todo lo contrario, que no impliquen amistad.

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La Familia, decía, es una categoría fundamental de las relaciones humanas, consagrada como institución por todas las sociedades (que yo sepa), y que tiene como esencia la convivencia (conyugal) para la educación y cría de los hijos. Esto no quiere decir ni que toda familia tenga que tener hijos, de manera que si no los tiene se trataría de un caso frustrado (puede haber muchas circunstancias que hagan razonable que una relación conyugal no desee ni deba desear hijos) ni que la esencia de la relación conyugal sea la “procreación”, como si esta pudiera, realmente, desligarse de la mayor afinidad espiritual y amistad. El amor conyugal puede ser una de las formas más perfectas y espirituales de amor. Pero las personas que se “enamoran”, en el sentido pertinente aquí, incluso en los más sublimes de los casos, se orientan a una relación espiritual-sexual que tiene como realización natural la convivencia familiar, forma nuclear de toda sociedad.

Ahora bien, todo evoluciona y mejora, o puede y debe hacerlo. La familia puede adoptar numerosas formas. Propongo dividir esas formas en dos grandes categorías, a saber: grados (o niveles) y modos (o “modalidades”).

Con grados o niveles quiero referirme, principalmente, al nivel moral (y, político) que supone y en el que se incardina una familia. Lo que en algunas sociedades actuales, o en la nuestra en épocas pasadas, es considerado una familia moralmente normal (por ejemplo, las agresiones físicas, la subordinación de la mujer…), otros lo consideraríamos moralmente inaceptable para nuestra relación conyugal, y lo mismo pero a la inversa nos pasa a nosotros respecto de sociedades, actuales y futuras,  moralmente más evolucionadas que la nuestra.

Con modalidades entiendo las diferentes formas en que puede organizarse una familia (homo- o heterosexual, mono- o poliparental, mono- o poligámica, a perpetuidad o no…).

Por supuesto, cada sociedad tiende a considerar como la más natural la que está establecida en su lugar y momento, aunque también toda sociedad está dispuesta a reflexionar críticamente y cambiar, y, en cualquier caso, hay cosas mejores que otras. Aquí doy por supuesto que la ética tiene unfundamento natural y es objetiva y racional.

Hay dos maneras de apartarse de la familia tradicional o establecida. Una es deconstruirla. La otra, sublimarla. El deconstruccionista se encamina al “todo vale” (de manera que, ¿por qué no?, una persona podría unirse conyugalmente a su microondas), porque lo único que se requiere es el libre consentimiento de los involucrados. Como he argumentado otras veces, este concepto de libertad (muy propio del irracionalismo moderno y postmoderno) no puede apenas ser más vacuo. No lo volveré a discutir aquí.
Mi interés es, no deconstruir la familia o la relación amorosa conyugal, sino (al contrario) defender que el poliamor, es decir, la relación amoroso-conyugal múltiple, donde se entiende que el amor conyugal no tiene por qué ser exclusivo, supone una concepción más moral y espiritual, más sublime, superior en una palabra, respecto de la familia tradicional (y respecto de cualquier tipo de familia que haya existido hasta ahora).

Obviamente, esto no significa que una relación conyugal monoamorosa o monógama sea intrínsecamente menos buena que una poliamorosa. Antes bien, quizás la relación ideal sea monoamorosa (es discutible). Lo que es intrínsecamente peor, según intentaré defender, es el monogamismo obligatorio o excluyente. El poliamor no excluye, sino que subsume al mono-amor.

Dado que el poliamor, tal como lo entiendo aquí, presupone un determinado nivel moral (en que las personas son consideradas libres e iguales en derechos, y dignas de respeto, etc.), el poliamor no tiene que ser confrontado con cualquier relación pre-occidental, porque incluso la pareja conyugal monogámica de los países occidentales actuales es superior a cualquiera de esas formas, aunque solo sea por el grado o nivel moral en que se sitúan. El poliamor solo tiene que confrontarse con la pareja occidental. Ni siquiera tiene que confrontarse con la concepción que, de la relación conyugal, tiene la Iglesia católica (por ejemplo), dado que esta sigue manteniendo que la mujer está “naturalmente” subordinada al varón y es, en varios aspectos, pre-moral.

En próximas entradas revisaré críticamente los argumentos que, a favor de la monogamia han presentado los mejores pensadores (desde Tomás de Aquino, a Kant y Hegel).

republicado de bien de verdad

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