Imaginemos una sociedad en la que, por
razones que nadie o casi nadie conociera, estuviese tradicionalmente
establecido, y sancionado por la ley, que cada progenitor (madre o
padre) no pudiera tener más de un hijo simultáneamente. Aunque se
sabría de épocas arcaicas y sociedades (de las que esa sociedad,
además, se consideraría heredera en aspectos esenciales) en las que
no se veía mal, sino al contrario, cuidar y educar simultáneamente
a varios hijos, en nuestra sociedad imaginaria eso se vería como
contranatural, por varias razones, tanto de utilidad como morales (de
respeto…). Es mucho más fácil, se diría, criar a solo uno que a
varios, así que los hijos múltiples sufren un agravio, comparados
con los hijos únicos; además, no es posible amar simultáneamente a
dos personas por igual y en el mismo aspecto, así que los hijos
únicos son, caeteris paribus, más amados y cuidados que los
numerosos; es inconcebible que si uno ama a su hijo pueda siquiera
imaginarse amando, cuidando y besando a otro; etc.
Algunas personas de esa sociedad
imaginaria tendrían, sí, hijos paralelos (porque pocos conseguirían
mantenerse “puros” al respecto), pero los tendrían furtivamente.
No los podrían reconocer legalmente (aunque ellos, y sus
co-progenitores se lo pedirían encarecidamente), y sería muy mal
visto socialmente.
Si un padre o una madre de esa sociedad
anunciase a su hijo (de, pongamos, ocho, diez, doce o quince años),
que iba a ser padre o madre otra vez (que estaba embarazada, por
ejemplo), la reacción “natural” del hijo, alimentada
continuamente por la cultura de toda su sociedad, sería la de
sentirse traicionado y celoso, además de maldito para su sociedad.
En vano la madre o el padre le dirían que el nuevo hijo será una
compañía y amistad para él, o que su llegada no significará la
menor merma de amor paterno porque “el amor no se divide, sino que
se multiplica”. El hijo único (cosa que sería casi un pleonasmo
en esa sociedad) replicaría que, para compañía, ya tiene amigos, y
se los busca él, con los cuales no está obligado a compartir lo que
no quiera; y que es imposible amar y atender a dos personas igual que
a una sola.
Sin embargo, igual que aunque
tenemos por naturaleza tanto tendencias violentas como empáticas,
intentamos (salvo en circunstancias adversas excepcionales) fomentar
las segundas y reprimir las primeras, de manera análoga, aunque
todos tenemos una cierta tendencia natural a la exclusividad y
también nuestros hijos tienen a veces celos por los hermanos, y
aunque conocemos los ejemplos de especies donde unas crías
“eliminan” a sus hermanos (y hasta es habitual que ocurra esto en
la placenta de la madre humana), etc., nosotros, sin embargo, en
nuestra sociedad no monofílica, potenciamos más bien los
sentimientos filiales y reprimimos los celos entre hermanos, y
consideramos, en general, una bendición la familia numerosa (en
hijos).
En cambio, aunque existen sociedades
(con algunas de las cuales, como la hebrea antigua, buena parte de
nuestra sociedad se siente espiritualmente filiada) y casos de
especies animales en las que está instituida y sancionada la familia
múltiple (de progenitores), y aunque la familia absolutamente
monogámica conoce bastantes excepciones, no obstante en nuestra
sociedad se considera muy mayoritariamente como casi monstruosa la
posibilidad del Poliamor Contra ella se aducen (si es que siquiera se
aviene a considerarla) tanto razones de utilidad como de respeto.
¿Qué hay de diferente en el caso del amor filial y el del amor
conyugal, para que los argumentos que son blancos en el caso del
hijo, sean negros en el caso de la “pareja”, y viceversa? ¿Cuáles
son los argumentos para la bondad del Mono-amor?
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Voy a precisar, primero, cómo
entenderé, en esta discusión, el término Poliamor. En pocas
palabras, el poliamor, tal como lo voy a usar aquí, es la pluralidad
de relaciones amorosas simultáneas, conocidas, consentidas y
aprobadas moralmente por los implicados.
Pero es necesario hacer las siguientes
matizaciones o precisiones:
El poliamor no es, por una parte, lo
mismo que la poligamia, en cuanto la poligamia es una institución
que, en muchos lugares donde ha existido o existe, si no en todos,
tiene poco que ver quizás con el amor, y sí más con unas
relaciones familiares propias de morales arcaicas, donde, por
ejemplo, las mujeres son casi propiedad del varón, o tienen una
relación jurídica de pseudo-personas.
Sin embargo, en cierto sentido el
poliamor, tal como lo voy a entender aquí, es una forma de “gamia”
o relación conyugal, en el sentido de que pertenece a ese ámbito
general de relaciones humanas orientadas al mantenimiento de un
“hogar”, con hijos a los que se cría y educa, es decir, a la
Familia.
La otra confrontación a la que hay que
someter al poliamor es con las relaciones “puramente” sexuales.
El poliamor no es un tipo de relaciones sexuales por número, ni
pertenece al ámbito del “erotismo”, sino al del amor y la
relación conuygal. Pero, desde luego, el poliamor no es ni puede ser
asexuado. A diferencia de las relaciones de “mera” amistad, donde
el sexo es un extraño (aunque no tiene por qué ser incompatible),
las relaciones poliamorosas son “amorosas” en el sentido
restringido en que lo son las relaciones conyugales habituales, es
decir, intrínsecamente sexualizadas, lo que no significa, sino todo
lo contrario, que no impliquen amistad.
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La Familia, decía, es una categoría
fundamental de las relaciones humanas, consagrada como institución
por todas las sociedades (que yo sepa), y que tiene como esencia la
convivencia (conyugal) para la educación y cría de los hijos. Esto
no quiere decir ni que toda familia tenga que tener hijos, de manera
que si no los tiene se trataría de un caso frustrado (puede haber
muchas circunstancias que hagan razonable que una relación conyugal
no desee ni deba desear hijos) ni que la esencia de la relación
conyugal sea la “procreación”, como si esta pudiera, realmente,
desligarse de la mayor afinidad espiritual y amistad. El amor
conyugal puede ser una de las formas más perfectas y espirituales de
amor. Pero las personas que se “enamoran”, en el sentido
pertinente aquí, incluso en los más sublimes de los casos, se
orientan a una relación espiritual-sexual que tiene como realización
natural la convivencia familiar, forma nuclear de toda sociedad.
Ahora bien, todo evoluciona y mejora, o
puede y debe hacerlo. La familia puede adoptar numerosas formas.
Propongo dividir esas formas en dos grandes categorías, a saber:
grados (o niveles) y modos (o “modalidades”).
Con grados o niveles quiero referirme,
principalmente, al nivel moral (y, político) que supone y en el que
se incardina una familia. Lo que en algunas sociedades actuales, o en
la nuestra en épocas pasadas, es considerado una familia moralmente
normal (por ejemplo, las agresiones físicas, la subordinación de la
mujer…), otros lo consideraríamos moralmente inaceptable para
nuestra relación conyugal, y lo mismo pero a la inversa nos pasa a
nosotros respecto de sociedades, actuales y futuras, moralmente
más evolucionadas que la nuestra.
Con modalidades entiendo las diferentes
formas en que puede organizarse una familia (homo- o heterosexual,
mono- o poliparental, mono- o poligámica, a perpetuidad o no…).
Por supuesto, cada sociedad tiende a
considerar como la más natural la que está establecida en su lugar
y momento, aunque también toda sociedad está dispuesta a
reflexionar críticamente y cambiar, y, en cualquier caso, hay cosas
mejores que otras. Aquí doy por supuesto que la ética tiene
unfundamento natural y es objetiva y racional.
Hay dos maneras de apartarse de la
familia tradicional o establecida. Una es deconstruirla. La otra,
sublimarla. El deconstruccionista se encamina al “todo vale” (de
manera que, ¿por qué no?, una persona podría unirse conyugalmente
a su microondas), porque lo único que se requiere es el libre
consentimiento de los involucrados. Como he argumentado otras veces,
este concepto de libertad (muy propio del irracionalismo moderno y
postmoderno) no puede apenas ser más vacuo. No lo volveré a
discutir aquí.
Mi interés es, no deconstruir la
familia o la relación amorosa conyugal, sino (al contrario) defender
que el poliamor, es decir, la relación amoroso-conyugal múltiple,
donde se entiende que el amor conyugal no tiene por qué ser
exclusivo, supone una concepción más moral y espiritual, más
sublime, superior en una palabra, respecto de la familia tradicional
(y respecto de cualquier tipo de familia que haya existido hasta
ahora).
Obviamente, esto no significa que una relación conyugal monoamorosa o monógama sea intrínsecamente menos buena que una poliamorosa. Antes bien, quizás la relación ideal sea monoamorosa (es discutible). Lo que es intrínsecamente peor, según intentaré defender, es el monogamismo obligatorio o excluyente. El poliamor no excluye, sino que subsume al mono-amor.
Obviamente, esto no significa que una relación conyugal monoamorosa o monógama sea intrínsecamente menos buena que una poliamorosa. Antes bien, quizás la relación ideal sea monoamorosa (es discutible). Lo que es intrínsecamente peor, según intentaré defender, es el monogamismo obligatorio o excluyente. El poliamor no excluye, sino que subsume al mono-amor.
Dado que el poliamor, tal como lo
entiendo aquí, presupone un determinado nivel moral (en que las
personas son consideradas libres e iguales en derechos, y dignas de
respeto, etc.), el poliamor no tiene que ser confrontado con
cualquier relación pre-occidental, porque incluso la pareja conyugal
monogámica de los países occidentales actuales es superior a
cualquiera de esas formas, aunque solo sea por el grado o nivel moral
en que se sitúan. El poliamor solo tiene que confrontarse con la
pareja occidental. Ni siquiera tiene que confrontarse con la
concepción que, de la relación conyugal, tiene la Iglesia católica
(por ejemplo), dado que esta sigue manteniendo que la mujer está
“naturalmente” subordinada al varón y es, en varios aspectos,
pre-moral.
En próximas entradas revisaré
críticamente los argumentos que, a favor de la monogamia han
presentado los mejores pensadores (desde Tomás de Aquino, a Kant y
Hegel).
republicado de bien de verdad
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