¿Alguna vez han notado en sus cuerpos esa
sensación como de urgencia indefinida e inexplicable que hace saltar todas las
alarmas, sin previo aviso, sin preludio racional que la diluya?
Tranquilicémonos, porque es común en
los humanos intentar sobrevivir al imprevisto. O lo que es lo mismo, poseemos
ese algo profundo y ancestral que nos previene, que nos protege del desastre.
No somos perdurables aunque sí supervivientes.
En mí, aquel día saltaban todos los
chivatos, todos los pálpitos acudían al tiempo desatados.
Algo dentro de mí me preparaba.
Al llegar a casa, ya todo apoyaba la
evidencia. El aire olía a madera verde y requemada; a hojas aplastadas, a
tierra removida. A anuncio de desastre.
El podador había ejercido su oficio
en mi ausencia, loca y tardíamente.
Y lloré. Y grité hasta que los ojos
me dolieron, y vacié mi pena en las mangas y pañuelos.
Este año en primavera no tendría
brotes nuevos. Mi huerto quedaría suspendido en un invierno frío, perenne y
desolado.
Pero como la Vida es arrebato y fluye
sin descanso, pasa el tiempo. Ahora, hace tres días que llevo la sonrisa
prendida a todas horas.
Suaves botones grises, verdosos,
rosas, apenas apuntados, comienzan a asomar de entre las ramas mutiladas. Sin
más, porque es la hora.
Y los troncos de mis árboles,
bullen; están tibios a mis palmas.
La Vida huele a pascua y a tardes de
paseos de la mano.
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