dimarts, 26 de juny del 2012

Regeneración anal, hazte un manolo

Proclamas político-místico-panfletarias para el 28 de junio de 2009

De las tanatopolíticas a las eroticopolíticas vía anal: hazte un manolo

Este año se cumplen 40 años de los acontecimientos de Stonewall, y 15 de mi primera manifestación en Barcelona. Es una buena ocasión para parar un poco, reflexionar y empujar adelante. Nunca olvidaré la expansión, alegría y viveza de aquella primera manifestación a la que acudí. Por entonces montaba fiestas en la Bata de Boatiné con el nombre de Placenta de Estrellas y el lema Mucho Amor, éramos pocos pero estábamos entregados, y la fiesta no ha parado. Salir del armario como un petardo expansivo, extasiado, que no tardó en subirse a una barra y morrearse indiscriminadamente, o en salir a la calle con tacones anchos, boa, medias y minishort, fue justamente lo que tenía que hacer, lo que le debía al niño y al adolescente que había sido, y lo hice, y nada me detuvo. A veces sentí que en ciertos ambientes alternativos pasaba por demasiado petardo, o tonto, y en los ambientes más gay pertenecía al grupo de los raros raros, pero yo era feliz y en todas partes me trataron bien. Estaba rodeado de seres maravillosos que quería y me querían. La vida ha seguido su curso. Ahora tengo ganas de trabajar más y salir menos. Ya no me subo a la barra, ni voy semidesnudo por la calle, o tan bien vestido. Pero sigo siendo feliz. Hay en mi vida nueva familia y compromiso, y la familia de entonces, esa “manada furiosa” que tan bien dice nuestra Perra Superiora Itzi, ha crecido, y seguimos siendo muchas y bien avenidas, felizmente revueltas, revolcadas y revoltosas… Y esto no hace sino empezar.

I

Contra el falso mito del culo y la mierda, mi profundo y sincero agradecimiento al tabú que nuestra civilización ha levantado en torno al culo y al ir a tomar por culo. Gracias a él yo sé que lo que sé acerca de mi culo es mío y es verdad, no se lo debo a nadie.
El primer rasgo humano que hallará un ser humano al preguntarse por lo que le conforma, constituye, o cuya esencia es, será probablemente su capacidad de conciencia de vida. Somos vida antes que nada. Pero además somos vida con conciencia. Así la conciencia de la vida, o la vida que se hace conciencia, se manifiesta en humanidad. ¿Aceptaremos, pues, ser manifestación de vida consciente? ¿Asumiremos la responsabilidad que ello comporta? Yo lo acepto, y lo asumo, para decir que tengo, que se puede tener, una flor en el culo y que disfruto, se puede disfrutar, libremente del poder del culo. No me voy a engañar, cagar es un placer, pero usar mi culo para follar me da aún más placer, y éste es un placer que comparto y ofrezco al que se lo gana para él, al que se lo sabe follar. Y todo esto no tiene nada que ver ni con la mierda ni con cagar. De la misma forma que con la boca podemos comer, hablar o besar, o con los ojos podemos tanto ver como comunicar, con el culo, como mínimo, yo puedo follar y cagar. No estoy por la labor de elegir, comparar o jerarquizar. Lo quiero todo, y siempre más. La vida es magnánimamente rica, compleja, maravillosa y, por supuesto, mucho más vasta que nuestra pequeña gran conciencia, aún creciente, o inmensa en sus posibilidades. Cada unidad de vida, como cada ser humano, es algo único, completo y perfecto. El todo es más que la simple suma de las partes pero cada unidad, o individuo, en tanto que real e indiviso, forma unidad con el todo. Siendo únicos somos uno, con todos. Podremos pensar en el llamado efecto mariposa, o en los místicos de todos los siglos, o en la ciencia más avanzada, pero de lo que aquí tratamos es del culo, de ir a tomar por culo y orgasmar. Llegar al orgasmo usando el culo, y ofrecer a quien tú quieras un orgasmo con tu culo, posibilita un clímax de la unión, o un éxtasis arrebatado de la carne por el culo.

Mi culo es mío, y de quien yo quiero. Correrme follado por él me abre los chakras, del ano hasta la coronilla. Las veo de siete colores. Pero de la misma forma que puedo pensar con el culo o, más propiamente, tener la cabeza en el culo, será honesto por mi parte señalar cuánto y cuán bueno me he perdido en otros culos, he entrado en el cielo por otros culos.

El cielo se conquista lanzándose a él. A veces tras una audaz e insistente, pertinaz, seducción, salivando con la promesa del banquete con el que mi beso iba a abrir, entre sus nalgas, las ganas de más; o llamando a su puerta con la refriega de mi sexo enervado; o atornillando mi lengua en su boca, mi aliento en su cuello, en sus oídos; o constriñendo con mis brazos su cintura, sus hombros y su pecho; o palpando su vientre y, vuelto boca abajo, descender a dos manos para abrir bajo mi peso sus muslos, atrapando el órgano de mi deseo, expuesto y ofrecido, temeroso y ansioso. He abierto el cielo entrando y saliendo sólo con la punta antes de permenacer un momento con la cabeza asomada dentro, sustentando cómo el camino se dilata y me permite un poco más adentro, un poco más, un poco más, un poco más hasta clavar mi martillo de sangre en el cielo, quedar inmóvil y palpitar en sus entrañas, haciéndolo ya mío al ritmo del deseo frenético y de la lascivia, franca o perversa, acoplada o inmisericorde.

Otras veces he conquistado el cielo irrumpiendo en él sin miramientos, transformando el previo consentimiento en una doma salvaje a mi fuerza y antojo, dándole las vueltas, del derecho y del revés. Realmente he entrado en el cielo por otros culos: los que sólo me han dejado llamar a sus puertas y hurgar con la puntita, los que con habilidad he sometido a la guerra del placer, los que quisieron de entrada toda mi fuerza, los que trabajé pacientemente, los que martiricé y los que aún entregados nunca fueron míos. Anocracia, o el poder del ano. Anócrata, o el sujeto de la anocracia. A través de todos esos anos, como a través del mío, yo he volado, vuelo, hasta el orgasmo. Y el primer síntoma de esta realidad, de esta verdad, es que inexorablemente se quiere más. Siempre. Más.


II

El género es una construcción política, cultural. Es una división creada para representar, y sobre todo para normativizar. Judith Butler escribe de forma genial y plástica que “el género es una copia sin original”. Hablar de género es tan fiable como hablar de patria, o de raza. En cuanto uno descienda a la realidad, o al individuo, lo preestablecido nos va a fallar y servir de poco, habremos de empezar a hacer una inacabable taxonomía de las excepciones; o lo que es más terrible, habremos de forzar a la realidad, al individuo, a ajustarse a ese patrón, violentaremos lo que existe en función de lo que hemos concluido que debe existir, curiosa forma esta de pensar y conducirse, tan ingenua como atroz. ¿Será también estúpida?. En efecto parecería estúpida si no observásemos que dicha construcción de género se impone a partir del siglo XVII con la modernidad y el nacimiento del capitalismo. El género es una poderosa y eficiente herramienta de normativización social destinada a la imposición universal de la unidad familiar, procreativa y heterosexual, como unidad de producción y consumo del sistema. Y lo hace acogiendo la herencia de la moral religiosa imperante hasta entonces, también obsesiva en su voluntad por imponer estrictos márgenes morales y conductuales, a través de la culpa o a través de la simple aniquilación de disidencias y “anormalidades”.

Nunca he estado por las etiquetas, ni me he fiado demasiado de las clasificaciones. Lo cierto es que fallan, con mayor o menor estrépito, y dolor. Etiquetas, clasificaciones y otras taxonomías varias acaban siendo algo semejante a zapatitos de cristal que hemos de calzar en los pies aunque no nos valgan y nos duelan, aunque nos cuesten malformaciones. Es fácil de entender que para el que no quiera preguntarse demasiado acerca de sí ni acerca de los demás le resulte más sencillo interpretar el mundo en términos, normalmente binomios, de blanco/negro, bueno/malo, rico/pobre, afortunado/desgraciado, masculino/femenino, activo/pasivo u homosexual/heterosexual. Y puesto a conformarse con estas explicaciones fáciles para vagos no le quedará más remedio que andar sufriendo, rozando, en la violencia de autoetiquetarse. Porque las etiquetas, menos que nada, no existen más que convenciones inútiles, salvo si uno es serio, riguroso y lo hace en un ámbito colectivo de producción de pensamiento, y los perezosos de la búsqueda de sí mismos y de la realidad no suelen reunir estos requisitos. Aún desde el rigor las etiquetas son cambiantes, reformulables y se mueven con la vida, con el tiempo.

No quiero renunciar, para quedarme tranquilo o para dejar a alguien tranquilo, ni al macho ni a la hembra que soy. No me voy a conformar con ser sólo activo o pasivo, ni renunciaré tampoco al activamente pasivo o al pasivamente activo que soy. No quiero barrar la vivencia de mi masculinidad ni de mi feminidad. Soy lo que soy. Si a cada momento voy conociendo y reconociendo, descubriendo, aprendiendo y cambiando, si no soy lo mismo que hace veinte años, ni que dentro de veinte años, ¿cómo podría atreverme a definirme con estas etiquetas bipolares? Soy algo que se mueve entre eso que esos paradigmas representan, algo que está vivo, que quiere y quiere más. Soy éste que tienes delante con todo lo que es, con todo lo que ha sido y con todo lo que puede ser. Soy tanto el error como la esperanza. Soy un milagro y no soy nada. Somos todos un milagro y no somos nada. Tal vez no podré evitar que me etiqueten, definan o clasifiquen, pero tendrán que respetar que tenga yo la última palabra acerca de mi. Por las obras nos conoceremos, pero por las etiquetas lo dudo.

Para conducirnos del mejor modo posible cabe ver con claridad como se impone una ‘normalidad’ y es esa propia ‘normalidad’ impuesta la que hace brotar lo ‘anormal’. Así comprendemos la profunda perversión del mecanismo político-cultural que se apoya en discursos pseudocientíficos de carácter natural-biológicos, mecanicistas, y en la vieja política de la violencia, por represión y por aniquilación, que tan bien llama Beatriz Preciado “tanatopolíticas”. Como si el ser humano no fuese más que un objeto, hembra o varón, acabamos reduciendo a las individualidades a dos únicos lugares de existencia, lo femenino y lo masculino, algo tan inteligente y útil a la larga como dividir la realidad en blanco o negro, o en bueno y malo. Se ha olvidado la dimensión emocional, espiritual, creativa, libre y participativa que hace del ser humano un ser eminentemente cultural en constante movimiento, evolución y redefinición. Se ha olvidado el derecho a la libertad individual tan proclamado para otros fines por ese mismo sistema “liberal”. Se ha negado la especificidad individual que hace de cada individuo algo único en donde confluye herencia, educación, socialización y voluntad, con una posibilidad tal vez infinita de combinaciones, y como algo vivo con conciencia de vida, es decir permanentemente cambiante, en movimiento. Como no podría ser de otra manera, el resultado de semejante violencia normativizadora ha sido y es dolor, un océano de dolor, insatisfacción y sufrimiento que arrasa generaciones, colectivos e individuos. El sistema no cesa en su producción de plusvalía, pero el verdadero precio de esa plusvalía no deja de ser otro que la insatisfacción sexual, el trabajo alienado y la muerte en vida.

Hay muchos más muertos vivientes entre nosotros de lo que cualquiera, en principio, podría imaginar. Acostumbran a ser discretos, huidizos, negados para la participación, por eso pasan desapercibidos. Pero una vez uno aprende, se les puede reconocer en la sala de espera del médico, ansiosos porque llegue su turno y con la mala educación de hacer visible que el resto de pacientes les causa molestia, o en el vagón del metro, mirando de soslayo con esos ojos vacíos que aún así contienen todo el odio del universo. Si alguien se ríe, la furia de esa mirada puede llegar a torcerles el gesto, o si alguien conversa animadamente, no digamos ya si manifiesta el gozo de vivir.

Los muertos vivientes creen que como ellos ven el mundo, la vida, es como el mundo y la vida es y debe ser, tampoco es que alcancen a cuestionarse mucho más. Si lo hiciesen, deberían hacer algo al respecto, y no tienen valor. Vivir requiere un gran coraje, es un salto al vacío sin garantías ni seguridad. Bajo la ley del mínimo común denomidador, en el reino de la fealdad y lo mediocre, el consejo y experiencia de la mayoría frustrada es un muro impenetrable para la esperanza. Creen en las consignas repetidas por la autoridad, en el orden establecido y en un supuesto bien común que ninguno ha descubierto a quien beneficia. Creen, sobre todo, en el trabajo alienado y el dinero. El trabajo dignifica la muerte en vida, la excusa y proporciona utilidad. El dinero es Dios. El dinero crea el mundo y lo hace funcionar. El dinero mueve a las más altas excelencias y a las más profundas bajezas. El dinero sostiene la fe, proporciona alimento, cohesiona la comunidad. Todo esto es obvio, hace siglos que nos advierten los poetas, pero aún así cualquiera que dude no tiene más que visitar el Vaticano. Todo lo que existe lo hace porque puede cambiarse por dinero… Los publicistas, para vender ilusión, recuerdan que el dinero no compra la felicidad. Pero al instante proclaman que por un justo precio se puede adquirir el cosmético, o vehículo, que nos hará sentir felices. Los muertos vivientes no han cruzado el umbral de la miseria, pero saben que el trabajo alienado proporciona dinero, y el dinero ha de proporcionar que otros trabajen para uno. Es un axioma infalible, como la muerte. Una certeza irrefutable, amén.

Los muertos vivientes están por todas partes, sobre todo en las ciudades. Son funcionarios, obreros, comerciantes, médicos, maestros... Todo lo hacen a desgana, puntualmente, con extrema fidelidad. Crían hijos sin amor, los que tienen menos metiéndoles miedo para que sean obedientes, con insultos y algún golpe; los que tienen más, pagando a alguien para que se ocupe de ellos. Se emparejan por puro sentido práctico, porque esa es la ley de la vida que les han transmitido, y cultivan amistades por si acaso un día son necesarias. Si alguien, ante ellos, se muestra decidido, exhultante, convencido, inconforme o feliz, le tratan con compasión y condescendencia. La propia felicidad es una quimera, una fantasía de juventud, una distorsión mental que no puede durar mucho. Los muertos vivientes no dudan que el suyo es el destino de todos, y el resto son tonterías. Los más compasivos protegen a sus hijos tanto como pueden de la cruda realidad. Pretenden guardar la inocencia de los niños antes de que la vida les transmita la única y demoledora verdad. Además de trabajo y dinero, lo único que existe en verdad, al fin y al cabo, es la muerte. La muerte es el eje de la existencia y su mayor tabú. Es algo tan definitivo y total que no debe nombrarse, de lo que no se puede hablar, ni siquiera al reunirse en un entierro, ni siquiera para decir que alguien ha muerto. Dirán, como mucho, que ha pasado a mejor vida, o simplemente que ya no está. Los ancestrales relatos heroicos transmiten la importancia capital del valor para enfrentar retos y pruebas, pero el día a día demuestra que, antes que el valor, el miedo es la estrategia más eficaz y exitosa. Por eso cada día que pasa los muertos vivientes son más.

Aquellos que logran acumular bienes y propiedades viven en la miseria del miedo a perderlos, o en el ansia de lograr más. La mayoría, que poco más logra que entre sesenta y cien metros cuadrados de hormigón, vive en la miseria de no vivir por lograrlo. Y los que ni esto alcanzan, pese a ser numerosos, no merecen ser tenidos en cuenta, mucho menos objeto de atención, son la porción sobrante que no tiene utilidad, la piel áspera de la patata que hay que apartar. En la sociedad de la muerte en vida la multitud aspira al puesto del privilegiado, del que está arriba, pero olvida, pese a su obstinado sentido material y práctico de las cosas, que arriba sólo hay uno, o unos pocos, y que acá son muchos, millones. Pese a todo, la ley del más fuerte, que algunos cínicos llaman ley natural, excluyendo de la naturaleza inteligencia y amor, mantiene viva la lucha, y con ella las oportunidades de los que mandan para aumentar su poder. Todo ha de tener precio, todo se debe patentar, la salud se obtiene gracias a venenos, se alimentan con porquería y la moral es un cuento de otros tiempos. Los muertos vivientes, por propia condición, no llegan a pensar en estos asuntos, ellos ya tienen bastante con comer, cagar, trabajar y callar. Tampoco sabrían qué hacer. Los días se suceden entre horarios extensos y apurados, soportando caravanas, malhumorados o agobiados, apretados en el metro, superando el ruido con ruido y los malos olores con perfumes pestilentes, comprando en masa o viendo la televisión masivamente, o desahogándose como animales en el fútbol (mal dicho, pues los animales nunca serían tan crueles de forma gratuita, mucho menos consigo mismos). Están muy ocupados en la propia angustia de vivir. Así es la vida, no hay nada que hacer. Con suerte podrán aferrarse a un pequeño grupo humano donde creer que no estan solos, y depositar en él su último vestigio de humanidad, y toda su basura mental, compartiéndola para corroborarla. También podrán, si son hábiles y pacientes, buscar tiempo para una afición que distraiga su existencia alienada fuera del trabajo, y convencerse cada día de que son afortunados y no les va tan mal. A fuerza de repetirla, la mentira parece verdad.

Muchos desean o pagan viajes. El turismo es uno de los rasgos diferenciadores de los muertos vivientes, uno de sus grandes inventos. Turismo masivo o turismo de lujo, el objetivo es llegar a un lugar más o menos lejano con las comodidades de casa y entretenerse mirando por encima ciudades, culturas, museos, paisajes, monumentos. Siglos, milenios para edificar una ciudad, una cultura antigua, la historia de generaciones servida en unas horas. En un fin de semana una metrópoli, en una semana un continente. En realidad no importa nada el valor de lo aprehendido. Quedará una impresión ligera, una comprobación de los tópicos al uso, algún objeto recordatorio y la inmensa satisfacción del poder que supone moverse mucho y quemar toneladas de combustible para no hacer nada, como en la vida cotidiana tras el trabajo. Unos buscan tranquilidad, o diversión, otros sol, o lugares vírgenes, el caso es proponer y seguro que algún muerto viviente lo deseará. Unos prefieren ir a lugares pobres para saberse ricos, otros a ciudades ricas también para sentirse ricos, a los ricos les divierte de vez en cuando hacer de pobres, y todos buscan algo diferente o exótico que no llegue a incomodar y se pueda fotografiar sin el menor peligro. La última moda en turismo es el sexual, sobre todo si el país de destino es pobre y cálido, aunque entonces puede suceder que un tiempo después, al turista, le sorprenda el amante pobre llamando a su puerta e invocando el amor, y una vida mejor. Graves transtornos que sólo se evitan con el pago al contado o el engaño riguroso. El turismo es como una babosa húmeda insaciable, al contacto con el menor riesgo sabe encogerse y cambiar de dirección. A los ojos de los muertos vivientes, el mundo es grande y está repleto. Hay mucho que ver, mucho que usar, mucho que expoliar. Los más espirituales están convencidos de que necesitarán muchas vidas para satisfacer todos sus deseos. Los muertos vivientes, por no vivir, se aferran a la vida en su sentido más material; por no experimentar, tienen voracidad experimental. Y el mundo es un parque temático en el que o trabajas o pasas el rato, normalmente ambas cosas.

Los muertos vivientes soportan una vida de esclavitud pero pueden matar al vecino por un aparcamiento en la calle, se casan ante dios para toda la eternidad y al poco comienzan a maltratarse, no saben amar pero pueden llegar a odiar infinitamente, hablan de generosidad con toda la avaricia posible, creen en la bondad actuando con malicia, engordan por puro aburrimiento y se aburren en la abundancia, persiguen la novedad repitiendo los clichés de siempre, tienen la memoria de un pez pero creen saberlo todo, niegan la divinidad creyéndose dioses, ayudan al prójimo siempre en propio beneficio y aplastan la vida porque no la tienen. Quieren ser quien no son, negándose a ser algo. Les fascinan las máquinas y el ruido, tanto como lo mecánicamente repetido; y los números, sobre todo los números, las estadísticas y los porcentajes, a la postre el dinero se cuenta con números. En algún momento de la historia la cantidad y medida pudieron parecer una forma de apoderarse por la voluntad de la vida, pero ese crimen de soberbia tuvo que ser pagado, y contar y medir terminaron siendo el culto universal de la muerte en vida. Ante la abrumadora conciencia de la vida, su complejidad dinámica, su significativo misterio e inefabilidad, el miedo aconsejó acotarla, matarla en la medida de lo posible, y trocear sus partes para escudriñarlas. Y tras el análisis de la parte, cuento y medida, inferir el todo sujetándose a unas reglas marcadas por el propio método, que no deja de ser la mera y limitada capacidad, dando por sentado que el todo es la simple suma de las partes.

Los muertos vivientes acechan de forma inconsciente, se multiplican tanto que ya no caben en las pesadillas ni en las calles porque no nacen de la carne, ni de la voluntad de la carne, ni del querer de los vivos, sino que nacen del miedo. Los muertos vivientes son el mayor peligro al que se ha enfrentado la humanidad, mil veces más peligrosos que el riesgo nuclear.


III

Si existen unas tanatopolíticas que no ofrecen al cabo más que moneda y muerte, no tardan en existir, por tanto, unas eroticopolíticas que vienen del margen, de la periferia, de la anormalidad. Es el movimiento de las raras, anormales y excluidas que no se resignan a la muerte en vida que les depara la normatividad. Se produce el nacimiento de unas eroticopolíticas que, grupusculares, han ido emergiendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y han de operar, para ser eficientes, como movimiento transversal, dinámico y diverso. Estos nuevos frentes no dejan de ser, a la postre, los frutos que la propia normativización ha generado por medio del machismo, el heterosexismo, la transmaricabollofobia, la xenofobia, la herencia colonial y la depauperización a la que el capitalismo condena y obliga (es un hecho histórico, irrefutable, que el capitalismo no es en absoluto eficiente para evitar la pobreza desde una perspectiva global, la multiplica, tanto como la riqueza que unos pocos acaparan). Al fin y al cabo, no debemos olvidar que el propio Stonewall, más que un bar gay, era un bar de trans latinos, maricas, bolleras y afroamericanos. Los gays blancos y ricos no necesitaban enfrentarse a la policía, no se hallaban en 1969, como no se hallan ahora, ante la lucha por la supervivencia. La emergencia de esta revolución pacífica se hace con razones, con tacones y plumas que pueden ser clavadas con contundencia, por individuos decididos a construirse desde la felicidad, que no aceptan ser víctimas y que ante la precariedad de su vida responderan con un glamour de todo a cien, hortera, sucio y satisfecho que acabará queriendo imitar hoy en día, excepto en el precio, cualquier gran marca del lujo. La felicidad puede ser más contagiosa que el miedo, y los humanos aprenden pronto de la audacia de los pioneros. Esta revolución no fue algo que naciese en EEUU y se fuese extendiendo al resto del mundo, es un hecho global producido desde lo local. No llegó a la España macha y católica como contaminación de las democracias nórdicas, ¿o seguiremos olvidando que en los 70 en Barcelona, aún en la dictadura, se producía una emergencia resistente y radicalmente subversiva? ¿recordaremos a Ocaña, Nazario y sus cuarenta maricones? Esta revolución es singular en tanto que propone un nuevo planteamiento para la acción, lucha y resistencia. Frente a las tanatopolíticas imperantes, la audacia de estas emergentes eroticopolíticas o políticas del ano acabará extendiéndose a otros movimientos y haciendo política global. Citando de nuevo a Beatriz Preciado:

“(…) el feminismo y los movimientos de lucha por la emancipación de las minorías sexuales activan la primera revolución hecha con lenguaje, drogas, música y sexo. Separándose de las armas tanatopolíticas que caracterizan las luchas históricas del siglo XX (desde la metralla pasando por el gas de las cámaras de Auschwitz hasta la bomba H), el movimiento gay, lesbiano y trans coloca la vulnerabilidad del cuerpo y su supervivencia en el centro del discurso político y hace de la cultura, como foro de creación e intercambio de ideas en el que se definen los límites de lo socialmente posible, el centro de la lucha. (…) Entre 1968 y 1988 se inventan las políticas del ano como agenciamientos colectivos frente a las (bio/tanato-)políticas de guerra que hasta ahora habían sido las formas tradicionales de gobierno de lo social: ejercicios de poder en los que la mutilación y la muerte se han convertido en formas de defender la vida de las poblaciones. Estas micropolíticas de maricas, bolleras, travestis y transexuales se oponen al modelo tradicional de la política como guerra (tanto biopolítica como tanatopolítica hallan sus referencias en la guerra como último modelo de control), y proponen un nuevo modelo de la política como relación, fiesta, comunicación, autoexperimentación y placer”.

Hablamos, sí, de políticas del ano, “políticas del cuerpo, redefiniciones de la especie humana y de sus modos de (re-)producción. Pero aquí el cuerpo ya no se concibe como depósito natural de cualidades o defectos que han de preservarse o eliminarse mediante la educación, la disciplina, la esterilización o la muerte. Ya no se trata del cuerpo humano, ni del cuerpo femenino y masculino, ni del cuerpo racialmente superior o inferior, sino del cuerpo como plataforma relacional vulnerable, histórica y socialmente construida, cuyos límites se ven constantemente redefinidos”.

El propio término homosexual es un invento de 1869, Su función es la de crear una nueva patología y delito con el que imponer la normatividad heterosexual. Como la teoría de la primacía racial aria requirió una operación global de genocidio en Europa. Como los autos de fe requirieron la quema de seres humanos. Por tanto se hace evidente que podemos y debemos decir con contundencia, y en honor a la verdad y a la justicia, que la homosexualidad nunca fue una enfermedad. Desde su origen la enfermedad fue y sigue siendo la homofobia. El deseo por un individuo del propio sexo no es nada anormal hasta que el deseo por un individuo del otro sexo ha de ser la única opción, sin importar el coste vital o la injusticia social que esto conlleve. En Barcelona, la manifestación del 28 de junio sigue siendo, más que un escaparate de normatividad domesticada y nuevas normatividades del consumismo-gay-autocomplaciente-de-gheto, una oportunidad para persistir en la lucha por seguir avanzando colectiva y públicamente, una oportunidad para no dejar de reclamar como innegociables las libertades individuales y colectivas, una oportunidad para no dejar de denunciar la transmarikabollofobia y también una oportunidad para no dejar de expresarnos como somos: diversas, anormales y felices. Hace unos años, a tenor de la histeria por el matrimonio gay que sacó a la calle a obispos y demás fachas de la España cainista, llevaba semanas con ganas de articular una frase en respuesta a cierto alcalde que proclamó públicamente que los homosexuales son tarados. Dos días antes de la manifestación, motivado por ella, escribí lo que luego luciría en un cartel: La homofobia es una tara psicológica, fruto de una mala educación. En el reverso decía: El amor es la medida de las cosas. Gracias, señor alcalde, por motivarme para reformular lo que es, tal y como es, y hacer honor a la fuerza de la verdad ante su obstinada obcecación y odio. Compadezcía su odio, pero ni me iba a callar ni me iba a aguar la fiesta.


IV

Persona, en latín, hace referencia a la máscara del actor y al papel desempeñado en la sociedad. La persona es la máscara con la que nos manifestamos ante mundo, un artificio y una construcción. Beatriz Preciado escribe: “Desconfía de tu deseo, sea cual sea. Desconfía de tu identidad, sea cual sea. La identidad no existe sino como espejismo político. El deseo no es una reserva de verdad, sino un artefacto construido culturalmente, modelado por la violencia social, los incentivos y las recompensas, pero también por el miedo a la exclusión. No hay deseo homosexual y deseo heterosexual, del mismo modo que tampoco hay deseo bisexual: el deseo es siempre un recorte arbitrario en un flujo ininterrumpido y polívoco.”

Mas si, después de lo apuntado aquí, el género es un artificio y construcción político-cultural, tanto como la división hetero/homosexual, no podemos negar la realidad del sexo, su poder, su relevancia, su ser constitutivo del devenir humano, su alcance y conexión con la piel, los sentidos y el placer, el orgasmo como alegría de vivir, y su conexión a un tiempo con lo más profundo en nosotros por sus implicaciones afectivo-emocionales, relacionales y de creativa expresión dinámica, tan sujeto a la vida como el espíritu, como ese instante presente maravilloso e irrepetible, tan vida misma. ¿Qué nos queda tras esta deconstrucción? ¿Qué hay al otro lado de la libertad? ¿Qué brújula nos puede orientar para entendernos e intentar la ardua e inacabable tarea de querer entender la vida? El sentido común, la experiencia y el anhelo me dicen que tras la máscara, moldeada a golpes y a voluntad, está el actor, tras la representación manifiesta está el individuo, uno e indiviso. Antes y después de toda identidad, señor y servidor a un tiempo de su cuerpo y su mente, encontramos a ese que observa y actúa, que tiene voluntad y es la misma vida operando, creciendo. La individualidad reconoce y administra el poder y la fuerza que tiene y así se empodera. Sabe que ni su poder ni su deseo pertenecen a nadie más que él y no cae en el error de ceder su potestad porque ofrece generoso su quehacer. No tiene miedo y confía en la vida porque confía en sí mismo. Puede entregar porque es dueño de sí y lo hace en abundancia porque no escatima en lo que hace. La individualidad, una e indivisa, singular y satisfecha, no puede hacer otra cosa que relacionarse, compartir, comunicar, disfrutar, celebrar, obrar y crear. Triunfa porque se levanta tras el fracaso, logra sus metas porque las conquista, tiene autonomía porque reconoce y ejerce su valía. La vida es experiencia para crecer, voluntad de hacer y alegría de vivir. Al cabo ese individuo querrá, como dice un querido y buen amigo, llevar un día quince mil días contento, incluso los días en los que haya resultado difícil seguir contento.

Entre ano y espíritu somos algo, un canal. Y ese algo es en la medida en que somos capaces de asumir, reconocer y retar nuestra realidad y nuestro anhelo. Todos comprenderemos pronto a qué nos referimos al hablar del ano, pero será prudente encuadrar en este contexto a lo que me refiero al hablar de espíritu, de lo espiritual. No va en la dirección de ninguna liturgia, o dogma de fe, ni tiene nada que ver con ninguna iglesia. El término espiritual se confunde con el uso que de él han hecho los instrumentos de poder en su beneficio más prosaico, y también se confunde con cierta subcultura y paroxismo del yoismo mental. Así como reivindico lo anal, la anocracia, el poder del ano, quiero reivindicar lo espiritual y hacerlo en aquella dimensión en la que lo espiritual es la realidad en toda su potencia, lo real (material e inmaterial, físico, mental y afectivo) llevado a toda posibilidad. Lo espiritual es en su inefabilidad aquello que nos permite afirmar, como dice el lema de este blog: el ejercicio responsable de la libertad amplía la verdad, y a veces la verdad puede ser orgásmicamente subversiva. Así he llegado hasta el manolo, ese regalo de la vida oculto tras la última frontera anal, ese orgasmo en el que no hay más que fricción, ano y deseo de ser poseído, cuya cualidad, potencia y arrebatamiento hacen que nos detengamos en él, que lo construyamos a través de la experiencia, que juguemos a perseguirlo y nos abandonemos a su poder.

Hacerse un manolo se puede enfocar desde la terranalidad, o desde la espirituanalidad. La dimensión del enfoque radica en la conciencia, esa joya cuya capacidad nos otorga el don de profundizar, ampliar, evolucionar, imaginar y crear. El ser humano crea cultura, y creando cultura se crea a sí mismo, de la misma manera que modifica su entorno, y con él se modifica a sí mismo. Hemos sido capaces de crear la lengua, la civilización, el arte, el sexo y hasta la propia divinidad. Y seguimos creando incesantemente. Gozamos de una gran herencia, y tenemos una gran responsabilidad. Pero el verdadero prodigio de esta existencia es que cada individuo es, en esencia y donde es, libre, único y maravilloso. Ser conscientes o ponerle conciencia a algo enriquece ese algo y nos ensancha a nosotros. Es significativa esta conciencia que ilumina, por ella somos sujeto del verbo y la luz. Lo iluminado puede serlo tanto en el orden de la trascendencia como en el orden de la fricción y el deseo lascivo que nos llevan a hacernos un manolo. Aquello que la conciencia alumbra puede ser tanto una idea de corresponsabilidad social con el otro, o con el planeta, como una práctica sexual, o cualquier otra actividad. Es por ello que acuño tres nuevos términos: espirituanalidad, o el canal libre y abierto para la realización, terranalidad, o la fuente que nos nutre y conecta, y perranalidad, o la energía de la lujuria plenipotenciaria desbordando la profundidad abismal del agujero.

El ano, la más denostada parte de nuestro cuerpo, es la puerta de entrada cuya apertura nos abre al éxtasis desde el perineo hasta la coronilla. El ano, políticamente incorrecto, objeto de burla, terror oscuro, que mientras ha estado cerrado ha sido suciedad, intimidad con la mierda, y una vez abierto es gloria, nos trae el brutal orgasmo que traspasa piel e inteligencia, identidad y libertad, sometimiento y dominio. “El problema no es el sexo anal, sino la civilización del hombre-castrado-de-ano”. El ano nos trae también la vanguardia de un nuevo mundo, la prometida era de acuario, una nueva política global en la que la humanidad da un paso adelante, salta de dimensión y danzando, gozando, deja atrás la violencia como forma de avance, la unívoca visión como modo de representación de la realidad, y la exclusión como mecanismo de progreso. Con las políticas anales, en el reino de la anocracia, construimos paz, expresamos la diversidad que nos enriquece y creamos relación e intimidad desde la libertad y la responsabilidad individual.

“De ahí esta apología o exaltación del ano que podrá sorprender o divertir a algunos, pero que designa, más allá de cierta provocación inevitable, una sociedad no autoritaria, no jerárquica, que rechaza toda transformación del ‘otro’ en objeto, precisamente porque hacia él conduce un deseo pleno –no mutilado, plenamente corporal y sexual- de ser poseído por él, en vez de poseerlo.” (René Schérer, Prólogo: Un desafío al siglo a El deseo homosexual)

Mi más sincero agradecimiento a Beatriz Preciado, por inspirar tanto y tan bueno con su discurso brillante y audaz, por brindar a cierta manada furiosa barcelonesa un referente y soporte que nos estimula y nos hace partícipes de un gran trabajo colectivo, y finalmente por permitirme citar aquí pródigamente su trabajo Terror anal: apuntes sobre los primeros días de la revolución sexual, publicado con El deseo homosexual de Guy Hocquenghen, Editorial Melusina (Barcelona, 2009)


Barcelona, junio de 2009

republicado de hazte un manolo

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