Mi obsesión por hacerte el amor
es un asunto de olores. En los distintos momentos de la intimidad, tu cuerpo va
desprendiendo una serie de aromas que entran por mi nariz y corren a través de sus
conductos para instalarse muy cómodamente en mi cerebro. Allí comienzan a
desorganizarme las ideas y pensamientos y a reorganizarlo todo a puro capricho
de cada uno de los aromas. Llega uno a instalarse, desacomoda para acomodar de
otra forma y esperar así la llegada de otro aroma para darle cumplimiento al
pacto que ellos firmaron antes de salir de tu cuerpo. Un pacto que me recuerda
que los recuerdos de quienes parten están muy atados a los olores. Como cuando
alguien ya no está y uno empieza a oler entre sus cosas esperando así, de
alguna manera, que algo de aquella alegría vuelva, al menos, por tan solo un
instante, no importa lo breve. Quizás también esperando, claro, con menos
esperanzas, que quien partió haga lo mismo con los objetos nuestros que
quedaron en sus manos. Sí, tonterías de provincia. Sin embargo, tenga que ver o
no mi condición de provinciano invisible, tus olores se extienden y se contraen
en mi recuerdo alborotando las sombras
más oscuras de mi cuerpo. Sí, eso también lo sé, son sólo palabras estas palabras,
pero, al mismo tiempo, son también una idea firme, reiterativa. Monzant me dijo
una vez, creo que cuando escribí Sylvia, que yo pensaba con el sexo erguido. No
supe si tomarlo como insulto o cumplido, pero mi recién descubierto Alberto Ruy
Sánchez comenta en algún cuento por ahí que pensar con el sexo es un
privilegio, ya que nada nos resulta más vital e inquietante que, precisamente,
una idea firme que se acerca lentamente hecha cuerpo, nos envuelve y nos hace
renacer. Ahora, cómo negarme a pensar con el sexo si él, qué envidia le tengo
ahora, entró en ti hasta el fondo mismo de tus resplandores, hasta que la
saliva se te hizo un licor oscuro, hasta que estallaste, como diría Rojas
Guardia, como plumaje en oro caliente y derramado. Sí, también lo sé, quizás
eso sólo lo imaginé.
Tus olores me asaltan cada vez
y me recuerdan que fuiste un gustazo grueso, un cuajo de pura vida dentro de
otra vida, un cortante grito de sangre espesa, demasiado espesa. Un sol que
brama por dentro y desde adentro. Un olor inocente de esperma, seguimos con los
olores, que te corre por un lado de la pierna. ¿Te das cuenta? Este asalto
brutal del recuerdo de tus olores me despeña por la suave pulpa del vacío,
alucinándome, y haciendo que mi humilde erección escriba tu nombre en el vacío.
Tu nombre ¿una palabra tan sólo esa palabra? Tus olores, tus aromas, la vida
vertiginosa con la cual están teñidos cada uno. Tu cuerpo arroja aromas como conciencias
finas que punzan. Esto te lo deben haber dicho antes seguramente, pero,
¿importa que te lo vuelvan a decir? Cada momento de la intimidad tuya conmigo
tiene un aroma distinto. De ellos, hay dos que son los que me vienen con más
frecuencia cuando me vencen las ganas de irme demasiado. Los olores de la
lentitud los he llamado. Perfumes que me abrazan rápidamente cuando separas tus
piernas lentamente. Fragancias que me hunden sus uñas en la cabeza cuando entro
y salgo de tu cuerpo entregado.
Cuando separas tus piernas con
esa parsimonia tan tuya y que yo he celebrado ardorosamente, en ese momento, se
desprende de ti un olor a mar herido en el alma que, en su vaivén nervioso, va
tejiéndome mareos como sombras acercándose a la oscuridad que las terminará
devorando, anulando, desapareciendo. De ti se desprende un olor que me abre la
posibilidad de verme reflejado en todas mis posibilidades. Un olor, diría
Aleixandre, maravilloso poeta español, a mármol de carne soberana donde cierta
incandescencia interroga sobre antiguos resplandores. Un olor a ti, viva,
lentamente viva, como un río que nunca acaba de pasar. Un olor, como diría Barba
Jacob, a propicia oscuridad, temblor, opresión. Cuando separas lentamente tus
piernas para mí, en ese momento en que la carne de un muslo suelta generosa la
carne del otro, justo cuando la sonrisa de tu sexo se asoma desde ella misma,
se abre ante mis ojos un olor que, de pronto, se me parece al velo que la aflicción
arrojó sobre el pobre Pessoa cada vez que veía pasar de largo aquella figura de
ella tan fado alejandrino. Cuando separas lentamente tus piernas hueles a lo
que huelo cuando veo separar tus piernas lentamente.
El otro aroma que me viene
cuando me voy demasiado son dos aromas. Ambos aromas entran en mí para hacerte crecer aún más,
para que la saliva que dejaste olvidada en mi cuerpo traspase mi piel para
hacerse una con mi sangre que corre y corre y corre. Un olor que son dos. Un olor
cuando entro. Un olor cuando salgo. Tu saliva que enseñó a mi sangre la palabra
saudade con la única finalidad de aprender
a pronunciarla en silencio para acariciarte desde este otro tiempo del tiempo
donde ya no quieres estar, donde está latiendo tu ausencia volviéndome esta
fragilidad de hoja blanca donde intento reinventar la temperatura y el ritmo de
mi cuerpo. Un olor con dos olores. Uno cuando entro y otro cuando salgo, así
como aquella vieja oración que mi abuela me enseñó de niño que dice con Dios me acuesto, con Dios me levanto.
Uno cuando entro lentamente hasta dentro del adentro, donde no hay más espacio
sino el abismo que me escupe en la espalda. Allí, justo cuando no puedo entrar
más y tus ojos se cierran y muerdes tus labios, allí surge uno de los dos
olores del olor. Un olor a palabra que cuenta que no existe causa ni motivo,
tan sólo la voluntad de amar. A palabra que confunde y nubla el entendimiento. Huele
a cada noche de las mil y una noches donde todo huele a pieles desatadas en
otras pieles que no dejan de tener hambre. Eso, a eso hueles, a hambre
hambrienta, a dientes que crujen con el sólo atisbo del recuerdo de tus nalgas
blancas, poseedoras de esa extraña redondez que ni siquiera tú entiendes. El otro
olor asoma su esencia cuando voy saliendo. En ese recorrido hacia el aire, de
tu cuerpo brota un olor distinto como a azafrán, ese delicado placer que se
sujeta al paladar. Sin embargo, debo hacer una ligera digresión. Entre el ir y
venir hay un momento en el cual, pretenciosa sabia del placer, juegas a que el
azafrán se acumule y te salga por los ojos para que yo me lo beba con los míos.
Con tu sexo, ya asumido en la forma de mi peregrinaje, aprietas al mío una y
otra vez. Lo sujetas con unas manos invisibles para recordarme a Montejo
cuando, en un verso de los Papiros
Amorosos, escribía algo sobre dejar que palpe en ti la parte de la tierra
que custodia su polen, su misterio. Cuando sujetas mi sexo con tu sexo me
apuras en el deseo de develar el secreto que Ibn Hazm de Córdoba escondió en el
fuego recién encendido. Cuando me sujetas, cruda realidad sabrosa, te recuerdo,
cuando aquella tarde en la soledad de tu apartamento solo, separabas tus
piernas y me mostrabas tu noema, tu clémiso, tus incopelusas y yo me volvía un grimado
quejumbroso que envulsionaba de cara al nóvalo. Culminada la digresión
volvamos al olor a azafrán que exudas cuando voy saliendo de ti a respirar.
Cuando mi sexo sale al exterior
y siente el frío de la luz abrazando su dureza envuelta en venas palpitantes,
tu cuerpo huele a premonición, a presentimiento, o quizás no, quizás, más bien,
tu cuerpo huele a certeza, a lo que sentirás cuando mi sexo emprenda su camino
de regreso al centro de ti. Conoces muy bien el aroma que se esconde tras el
instante del contacto. También el que se desprende de mi aliento cuando me
dejas correr libremente hasta el fondo. Sin tropiezos, limpiamente, hasta que mi
raíz de hombre humano se funda con tu raíz de mujer de otra raza, de otra
dimensión que todavía deslumbra. Ese otro olor me define la hombría diminuta,
pequeña, simple. Mi hombría que cabe perfectamente en una de tus manos,
cualquiera de ellas, ahora lejanas, ahora perdidas. Y entonces, ¿a qué huelo
cuando ya no huelo a nada? republicado de diario del hombre invisible
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